viernes, 2 de febrero de 2018

CANADA - Las Montañas Rocosas (1) - Anjikuni, el pueblo esquimal que desapareció de la noche a la mañana.


CANADA - Las Rocosas

Junio 2007

Cerrad los ojos… relajaros… oíd el sonido de la naturaleza… Ahora, muy despacio… abridlos…  y… contemplad el escenario tan hermoso al que os he transportado…

Lago Peyto, Parque Nacional Banff


Las Montañas Rocosas son tan espectaculares como se ven y son tan salvajes como te cuentan.  El paisaje de montañas, lagos y bosques que ha creado aquí la madre Tierra es difícil de equiparar, en cuanto a belleza, con ningún otro rincón de nuestra geografía. Cuando te encuentras encajonado entre estas poderosas masas de roca, te planteas cómo el ser humano es capaz de sentirse, pecando de soberbia, el dueño de este planeta. La grandiosidad de la naturaleza consigue encoger al hombre, y aquí, en las Rocosas, esa naturaleza nos recuerda que sólo somos unos inquilinos más, hospedados y cobijados bajo su piel, y protegidos entre sus brazos.


Nuestra aventura en Canadá había nacido doce días antes al otro lado de la frontera, en Salt Lake City (Utah). Los 21 días de viaje estaban programados para recorrer las Rocosas, y la menos conocida, (pero ya os adelanto, impresionante), costa Noroeste de Estados Unidos, con los estados de Washington, Oregón y norte de California. Pero, eso será otra entrada…

Hotel Príncipe de Gales, Waterton Lakes
Waterton Lakes (que es la parte canadiense del Parque Nacional Glacier de Montana) era nuestra primera parada en Canadá. Atravesamos la frontera con Montana, compramos el pase anual de Parques Nacionales (117 $), paramos a desayunar salchichas y jamón ahumado, y conseguimos unos dólares canadienses para ir tirando. Me encanta visitar ciudades con su diversa arquitectura y su ambiente, pero, siempre necesito algo de naturaleza para respirar. De hecho, las grandes multitudes me agobian, y ciertamente salgo algo saturado de las grandes urbes, aunque sean una maravilla. Sin embargo, puedo estar meses enteros perdido por bosques, desiertos, lagos o montañas, que nunca me cansaré de oír animales y oler plantas.



Ya habíamos atravesado Idaho, Montana, Dakota del Sur y Wyoming, y yo seguía necesitando aire libre. Ya podía sentir la brisa fresca que me enviaban las Rocosas canadienses, así que apretamos el acelerador de nuestro Hyundai Sonata, y empezamos a comer kilómetros hacia el norte, para llegar a nuestro destino: el Parque Nacional de Kootenay. Pero antes, otra mole, esta vez manufacturada por manos humanas, desvió nuestra atención a un lado de la carretera. Era un camión amarillo gigante, tan enorme, que se trataba del más grande del mundo. Ante nosotros se encontraba el Titán, un vehículo que se utiliza en trabajos de minería, y que allí, en Sparwood, era habitual verlo destrozando el asfalto sobre el que circulaba.

Camión Titán


En Kootenay hay diversos senderos que se adentran hacia los bosques desde la carretera. Y en uno de estos caminos cubiertos de hojas y piedritas, después de visitar el Lago Olive, sentimos la primera experiencia cercana con osos. No, no los vimos, pero intuíamos que ellos a nosotros tal vez sí… Los olimos… A ellos no, a las cacas que dejaban sobre la tierra. Lo que más nos asustó fue que esos excrementos estaban blandos, frescos… sacaban todavía humo. El lugar está lleno de carteles que os avisan de la presencia de plantígrados, así que no os lo toméis a broma porque los hay, y muchos. Llevad un cascabel para hacer ruido. De este modo, el animal os localizará y evitará el encuentro. Lo peligroso es toparte con él por sorpresa. Entonces creerá que vas a atacarle tú. En este caso, nunca corráis (él es más rápido que vosotros). Haceros una pelota y confiad en que el oso tenga buen día. Hablar alto es también otra opción si no tenéis nada que haga ruido a mano.

Águila calva

Las pozas ocres de Paint Pot son unas aguas especialmente bellas por su color, que le dan los manantiales subterráneos ricos en hierro. Cerca de esta zona conseguí una de las fotos de las que más orgulloso me siento 😊. A pesar de que la cámara no tenía el zoom ni la calidad que estos paisajes y fauna merecerían (la economía es la que es), ese momento a solas con el águila calva (símbolo de Estados Unidos) fue uno de los premios más valiosos que la naturaleza me ha otorgado. Allí, a pocos metros de nuestra posición, pero lo suficientemente lejos para no sentirse perturbada, un bellísimo ejemplar de águila americana se sostenía sobre los troncos destrozados que la corriente del río había amontonado en el centro del cauce. Observaba el entorno, tranquila, sin aparente intención de caza. Sólo descansaba, vigilaba… custodiaba su reino. Un reino salvaje que, por suerte, el hombre ha querido y decidido conservar, para que estas especies maravillosas no se extingan.

Hotel Banff Springs
Así llegamos a la ciudad de Banff, repleta de turistas asiáticos, que llenan las calles cargados de bolsas, de vuelta de sus compras. Nos acercamos hasta el Hotel Banff Springs, aunque no para alojarnos en sus lujosas habitaciones. Sólo pretendíamos ver de cerca su hermosa fachada, rodeada de pinos y con las montañas nevadas de fondo. Nuestro alojamiento era el “Motel Sonata”, muy barato. 15 dólares la noche, cena incluida… la de las dos hamburguesas y dos cafés que nos sacamos en el McDonald´s. No, no lo busquéis porque este chollo era nuestro Hyundai Sonata. Tocó dormir en un parking aquella noche, ya que los establecimientos en la zona eran escasos y con precios fuera de nuestro alcance. Como anochecía a las 23.00h y siempre madrugamos para seguir viendo cosas, no nos resultó cansina ni larga la noche.


Porque, además, a la mañana siguiente, nos esperaban los lagos más hermosos de las Rocosas. Las imágenes que guardas desde pequeño en tu memoria, y con las cuáles has soñado tantos años. Tantas fotos, tantos cuadros, tantos libros, tantas historias… esos paisajes estaban a pocos kilómetros y a pocas horas de nuestro alcance, y esa ilusión de víspera de Reyes por recibir el regalo que tanto has ansiado, apenas nos dejó conciliar el sueño (eso, y la palanca del freno de mano).


El Parque Nacional Banff se inauguró en 1885, dos años después de que unos trabajadores del ferrocarril descubrieran las aguas termales de la zona. Antes de la llegada del hombre blanco, varias tribus indias, entre los que se encontraban los pies negros, habitaban este frío lugar. 


Lago Morraine, Parque Nacional Banff

El primer paisaje lacustre que nos iba a maravillar fue el Lago Louise. Entre dos picos, el glaciar Victoria se abre paso hasta llegar al borde de las aguas turquesas que dan esta belleza tan salvaje a este rincón de las Rocosas. El siguiente sería el Lago Moraine, con las cimas del Valle de los Diez Picos reflejándose en sus aguas, y que, a nuestro gusto, es el más bonito, junto con el Peyto (si es que se puede elegir entre tanta hermosura). Pero, lamentablemente, sí, tendréis que seleccionar de entre los muchos lagos que descansan a los pies de estas sublimes montañas, porque si decidís explorarlos todos, no tendréis tiempo de ver más cosas en Canadá. Tas dejar atrás el Lago Héctor, y antes de llegar al precioso lago Helena, donde pequeñas canoas indias surcaban sus aguas cristalinas, vimos nuestro primer oso comiendo hierba a orillas de la laguna. La ruta seguía hacia el Lago Bow.
Lago Louise, Parque Nacional Banff

El Lago Peyto es, sin duda, una de las imágenes icónicas de las Rocosas y de Banff. Desde lo alto del mirador se disfruta de unas vistas, simplemente, perfectas. Este lago glacial era uno de nuestros objetivos prioritarios desde que empezamos a planear nuestro viaje. Pero, precisamente, por ser tan deseado, era a su vez, el que más miedo nos daba por si no cumplía las expectativas. ¿Serían fotos aéreas las de los catálogos? Ese azul turquesa… ¿tendría Photoshop? No, y no. Para deleite de nuestros sentidos, la foto de la guía tomó vida, y el Peyto apareció ante nuestros ojos, convirtiendo ese sueño viajero en realidad. Sé que os dije antes que había demasiadas maravillas naturales que ver, como para entretenerse en unas pocas, pero, aparcad esa recomendación cuando lleguéis al Lago Peyto (y al Moraine) y sentaros un ratito a observar estos paisajes inolvidables. No habléis, no andéis, no parpadeéis… sólo respirad pausadamente, y guardad esa imagen para el resto de vuestras vidas.

Cañón Mistaya

Seguimos camino fotografiando la montaña piramidal del Monte Chephren, y nos asomamos al Cañón Mistaya, donde el río se estrecha para caer, entre simas, por una pared vertical que encajona el cauce que baja de las montañas. Una panorámica grandiosa.


Y emocionante fue ver a un rebaño completo de cabras de las Rocosas y de carneros de Dall. Serpenteando entre las paredes de piedra, hacían equilibrios imposibles como si fueran movimientos cotidianos.


Carneros de Dall
Cabras de las Rocosas




La ruta por la carretera 63 transcurre a través de los acantilados de Weeping Wall, por los que descienden numerosas cascadas en primavera, y con vistas al Valle de Saskatchewan, en la confluencia de tres ríos, y con las Cascadas Bridal Veil arrojando sus aguas provenientes del Glaciar Huntington.


Entre tanta emoción y estímulo natural, no había prestado atención a mi vejiga, que me pedía evacuar. Paramos el coche en el arcén, y me bajé la bragueta en una cuneta donde no había nadie… ¿o sí?... Un suave alboroto de hojas desvió mi mirada, que estaba concentrada en mi… "desocupación". Un árbol parecía mecerse, pero no era el viento el que lo zarandeaba. Un oso negro merodeaba por el campo en busca de alimento. Sin percatarse de que yo le estaba observando, el animal atizaba una y otra vez a las ramas y revolvía la hierba en busca de frutos o miel que echarse a la boca. Yo, mientras tanto a escasos 10 metros, pero de pendiente, cortaba la micción y me agachaba rápidamente para coger posición de vigilancia. Haciéndole una señal a mi compañera, que aguardaba en el interior del vehículo, le ordené con los brazos que se acercara con la cámara de fotos. Ella vino emocionada y se fue horrorizada. Iba a decir que tiene pavor a los osos, ¿y quién no?, pero ella empieza a correr cuando alguien simplemente menciona a este animal. Pensaba que había visto algún alce o alguna cabra montesa 😊 Todavía me duelen los oídos del portazo que dio cuando se metió en el coche de nuevo.




Observando al oso (es el bultito del medio)
Oso negro 

El corazón me palpitaba rápido y fuerte. Ante mí, y sin valla de por medio, un oso negro (no tenía pinta de ser muy malo), “auscultaba” los árboles y los pocos metros de tierra que nos separaban, en busca de alimento. Y yo, lejos de asustarme, entré en uno de esos pocos momentos en la vida, en los que, aun sintiéndote en peligro (tenía controlada la distancia, o eso creí), te sientes emocionado de poder arriesgar tu integridad física a cambio de vivir un momento mágico con la naturaleza. ¿Es eso lo que deben sentir los montañeros? ¿Los aventureros? Pues sí, pero en mi caso, tal vez sólo fuera una imprudencia más de un turista emocionado que no veía la amenaza hasta que no la tenía encima. Tranquilos, que el animal se dedicó a jugar con flores y botellas de plástico y ni se percató de mi presencia. A lo mejor, la falta de una buena ducha por no dormir en un motel, ayudó a que pasara desapercibido…


Icefields Parkway


Y lo que no va a pasar desapercibido en la siguiente etapa va a ser el Parque Nacional Jasper, a donde nos dirigimos después de disfrutar de unas impresionantes vistas del glaciar, que nos ofrecía la Icefields Parkway.

ANJIKUNI, EL PUEBLO DESAPARECIDO


El norte de Canadá es inhóspito. Estas tierras salvajes salpicadas con paisajes árticos sublimes, son el hogar de muchos de los pueblos indígenas que habitaban este vasto territorio antes de la llegada del hombre blanco. Más allá de la civilización y de las grandes ciudades modernas, donde la tierra comienza a cubrirse de nieve, los inuit han dejado su vida nómada para asentarse en pequeñas comunidades de cazadores y tramperos. Con temperaturas que llegan a los 50º bajo cero en invierno y con largas jornadas de oscuridad, sin electricidad ni apenas recursos, los indios tratan de sobrevivir de la manera más digna en la primera mitad del siglo XX. 



Y allí, a donde nadie quiere ir y donde nadie quiere mirar, es el escenario perfecto para que el mal actúe con impunidad. Miles de indígenas (sobre todo mujeres) desaparecen cada año en Canadá sin que nadie vuelva a saber de ellos. Se van, y nadie parece echarles en falta. La marginación social en la que vive el pueblo nativo canadiense es favorable para que asesinos sin escrúpulos acaben con la vida de estas personas, si no lo hacen antes el alcohol o las drogas. Numerosos jóvenes se suicidan debido a los problemas familiares o al acoso escolar que tienen que soportar en su día a día. Un ejemplo escalofriante de la decadencia indígena se puede estudiar en la localidad de Attawapiskat, a orillas de la Bahía de Hudson, donde en sólo un año, más de 100 personas (la mayoría adolescentes), de las 2000 que habitan esta población, intentaron suicidarse para acabar con su agonía terrenal. Sintiéndose poco valorados y abandonados, la falta de esperanza y de futuro les empuja hacia la muerte. La degradación de esta comunidad es tal, que la mayoría de asesinatos los cometen los propios miembros de las tribus. Las investigaciones no suelen llegar hasta el culpable, porque muchos creen que, ni siquiera las propias víctimas importan a nadie.

Pero una cosa es ese goteo de desapariciones a lo largo de los años, y otra que un pueblo entero se desvanezca de la noche a la mañana…


Esta increíble historia nos pone en la piel de un trampero llamado Joe Labelle, y en los ojos de este cazador, que no podían creer lo que veían aquel gélido día de noviembre del año 1930. Sorprendido, probablemente, por un temporal de nieve, Labelle buscó refugio en Anjikuni, un asentamiento esquimal situado a orillas del lago del mismo nombre. No era la primera vez que el aventurero se acercaba hasta el poblado inuit, pero aquella jornada era diferente… Los niños no se acercaban a recibirle, los aullidos de los perros no se oían, y el humo de las hogueras se escondía también. El pueblo parecía muerto. Ningún sonido, ningún movimiento. El único ruido que se escuchaba en aquel inquietante silencio era el crujir de la nieve al paso de Joe. Sus raquetas se hundían en el polvo blanco camino de Anjikuni.

Labelle inspeccionó el lugar en busca de respuestas. Al principio, pensó que tal vez los indios hubieran salido a cazar, ya que los perros no se hallaban en sus puestos. Sin embargo, las canoas sí que se encontraban varadas a los márgenes del lago. Entró, una por una, a cada casa, con la esperanza de toparse con algún habitante. Pero lo único que vio fueron escenas cotidianas ya caducadas. Ropa de abrigo a medio hacer, comida cocinada ya podrida y armas apoyadas contra las puertas. ¿Cómo iban a cazar sin rifles o a pescar sin barcas? ¿Por qué abandonaron sus hogares de forma tan repentina? No había señales de lucha, ni sangre que pudiera sugerir cualquier tipo de acto violento. Si algo les había asustado tanto como para abandonar el lugar de forma tan precipitada, debieron dejar algún rastro en su huida. Pero ninguna huella marcaba la nieve.


Aturdido y confuso, el trampero decidió acudir a la oficina de telégrafos más cercana para dar parte de lo ocurrido a la Policía Real Montada de Canadá, que acudió al poblado para investigar tan misterioso suceso. Lejos de resolver el enigma, las pesquisas no hicieron más que ensombrecer aún más aquella tragedia. A pocos metros del asentamiento, unos extraños bultos sobresalían del suelo. La nieve parecía cubrir algo, o a alguien… Bajo el manto blanco se asomaban los cuerpos de varios perros esquimales, que aparentemente habían muerto de hambre. Algunos aseguran que estaban atados, y otros, que sus patas eran libres para moverse, en cuyo caso, no se explica cómo murieron de inanición, con tanto alimento a su alcance en las chozas del pueblo.

Pero el reconocimiento de la Policía Montada trajo consigo otro hallazgo, aún más macabro si cabe. Alguien había acudido al cementerio para desenterrar los cuerpos de los difuntos y llevárselos. El cuidado con el que habían apilado las piedras de las tumbas al lado de las fosas, indicaba que no se había tratado de un saqueo salvaje producido por animales carroñeros.


El informe oficial no desveló conclusión alguna. Simplemente, no podían explicar lo ocurrido. Preguntados los habitantes que vivían en las proximidades de Anjikuni, un trampero y sus hijos aseguraron ser testigos la noche en la que, supuestamente se produjo tan inquietante suceso, de la aparición de una potente luz en los cielos árticos. No se trataba de una aurora boreal. Aquella luminaria se movía veloz y tenía forma alargada. ¿Pudo ser, este destello, el culpable de la desaparición repentina de las más de 1000 personas que poblaban Anjikuni? ¿O quizá debamos buscarlo en la imaginación de algún periodista, como otros sostienen?

Actualmente, los que no creen en esta increíble historia, aseguran que es una leyenda urbana que se ha asentado en el inconsciente colectivo. De hecho, los hay que ponen en duda la propia existencia de un pueblo tan grande a tanta distancia de la civilización. Otros, sospechan que no importa lo que pasó, porque no importa a quién le pasó. Y bastantes, creen ciegamente en la versión que os he narrado aquí.