domingo, 22 de octubre de 2017

GRECIA (1) - Meteora. - Termópilas, la victoria que destruyó un imperio.


METEORA


Paisaje de Meteora con el monasterio de Roussanou

Una gran civilización mediterránea que dejó un rico legado, playas paradisiacas, una de las gastronomías más saludables y deliciosas que se pueden probar, un clima ideal, ambientes nocturnos donde dar rienda suelta a tus ansias de fiesta…  ¿quién podría resistirse ante tales encantos?

Grecia es el amor adolescente al que, después de muchas aventuras, decides volver a prestar atención. Aquel que conoces cuando tu mente juvenil empieza a descubrir el mundo.

Pero cuando creces y compruebas que existen otros muchos lugares en nuestro planeta que captan tu interés, ese primer amor pasa un poco al olvido… Durante años, vas y vienes, visitando todos esos sitios maravillosos que te enamoraron, disfrutando de esos paisajes y monumentos que te atraían como un imán, y cuando ya te sientes realizado y vuelves a casa extasiado de tanta belleza, empiezas a pensar en otro emplazamiento que pueda estimular ese interés, que crees, ya no puede resurgir después de tanto encanto acumulado en tus ojos.

Es entonces cuando vuelves a dirigir tu recuerdo hacia esa tierra que años atrás te mandó el primer flechazo. Y cuando llegas hasta ella, te preguntas por qué has tardado tanto en decidirte. Porque cuando conoces Grecia, no querrás irte de allí. Cuando sucumbes a su hechizo, es imposible escapar de él. Desearás permanecer a su lado el resto de tus días…



Nada más aterrizar en Atenas, nos faltó tiempo para recoger nuestro coche de alquiler y dirigirnos hacia el norte del país. Nuestra ruta incluía Atenas, por supuesto, y la célebre Santorini, quizás los dos destinos más visitados de Grecia. Pero este mismo hecho nos hacía poner el máximo interés en otros lugares menos frecuentados, los cuales, como comprobaríamos más tarde, todavía son capaces de transmitirte la magia de sentirte a solas en un rincón alejado del turismo de masas. Me estoy refiriendo a los impresionantes monasterios de Meteora y a las desconocidas tumbas macedonias. Los templos ortodoxos han sido presa fácil de millones de cámaras de fotos, pero la tierra de Alejandro Magno, os aseguro, que cuando se excave más y se promocione, va a ser una de las maravillas más contempladas de nuestro planeta. Tal vez sólo falte descubrir, entre esos sepulcros, el del gran rey griego para que algún día podamos apreciar el valor y la grandeza de estos panteones macedonios. Pero eso lo veremos en otra entrada…
Monasterio Roussanou, Meteora

El Fiat nos lo entrega un chipriota de la agencia, al que acompañaba su mujer. Es un primer contacto que ya nos sitúa y nos indica cómo funcionan las cosas allí. Nos pide 20 euros porque dice que está esperando fuera de su horario (debería arreglarlo con su empresa). Cierto es que el vuelo llegó con dos horas de retraso, pero nunca nos habían cobrado por algo así. El coche estaba lleno de arañazos y bollos, y con el depósito medio vacío. Aun así, me hace firmar una especie de cheque en blanco, del que no me entregó copia alguna, y que todavía hoy me sigo preguntando para qué sería. Como soy muy desconfiado, pues firmé un poco… diferente, digamos, por si me reclamaban algo. Me imagino que se trataría sobre temas de daños del vehículo.

Pasadas las 22.00h, llegamos a Nea Makri, donde nos alojamos para descansar. La señora, aunque muy amable, nos quería retener el pasaporte toda la noche y devolvérnoslo al día siguiente. Algo a lo que no accedimos.


Lugar de la Batalla de Maratón
La mañana amanecía nublada, con el sirimiri refrescando el ambiente. El clima ideal para correr una maratón… y homenajear así a Eucles (Filípides según muchos, o Tersipo en opinión de otros cuantos), el soldado griego, que después de recorrer los 40 kilómetros que separan esta población de Atenas, cayó muerto justo después de anunciar la victoria griega sobre el invasor persa en el año 490 a.C. Hay otros historiadores que creen que el emisario Filípides no sólo llegó hasta Atenas, sino que continuó corriendo hasta Esparta, a 246 kilómetros de distancia, para pedir refuerzos.


Si bien mucha gente piensa que el maratón tiene esa distancia en honor al correo ateniense, lo cierto es que es probable que sea por la distancia que recorrieron los hoplitas griegos a su regreso a Atenas para defender la ciudad de otro posible desembarco persa. En los Juegos Olímpicos de Atenas de 1896 decidieron inaugurar esta prueba en homenaje a la marcha de los soldados. Entre los dos recorridos propuestos, se decidió por el más largo que bordeaba la costa, en detrimento de la ruta montañosa, que era más corta pero más difícil. Los organizadores e historiadores concluyeron que el primero fue, probablemente, el que eligieron los guerreros atenienses para volver a casa.


Estadio Panathinaikó que albergó los juegos Olímpicos de 1896

Hoy, la disciplina de resistencia por antonomasia del atletismo tiene exactamente 42,195 kilómetros de recorrido, ya que cuando se celebraron las olimpiadas de Londres en 1908, a la reina de Inglaterra le hacía ilusión que la prueba llegara hasta el balcón del Palacio Real de Windsor, con lo que a los dos kilómetros de más que había desde la localidad hasta el estadio olímpico, se le sumaron esos 195 metros para que los deportistas finalizaran la prueba a sus pies… nunca mejor dicho. Y así se oficializó años más tarde.

Al final, la falta de tiempo me impidió emular a Filípides. Pero mi “copilota” podría haber llegado hasta Atenas sin dificultades. Bueno, hicimos la foto de rigor en el kilómetro 40, aunque no pudimos localizar (si es que existía en aquella fecha) la estatua de Filípides. Preguntamos y preguntamos, pero nadie sabía dónde estaba. Pensándolo bien ahora… tal vez no sabían respondernos porque buscábamos a Filípides y la estatua era de Eucles o Tersipo… En la Wikipedia viene la foto de Filípides (además parece que al lado de una carretera general) así que sí, debe existir. Igual no le pusimos todo el empeño que debimos.

Oráculo de Delfos

En Karakolithos sí nos topamos con una escultura dedicada a los partisanos que lucharon contra los nazis en la II Guerra Mundial. Cerca se encuentra un bonito pueblo de montaña llamado Arachova, donde la arquitectura alpina de las casas nos recuerda que en Grecia también nieva. Así llegamos a Delfos, a los pies del monte Parnaso. El famoso santuario del dios Apolo habla desde un paisaje montañoso espectacular, donde la vista se abre a través de un profundo valle. A pesar de sufrir la ira de terremotos e incendios, y de haber sido saqueado por pueblos rivales y posteriores en el tiempo (como los romanos), las piedras que quedan consiguen envolverte en el misticismo en el que fue construido y utilizado. El teatro parece que se va a precipitar hacia la garganta, y el templo de Atenea todavía se conserva dignamente. Pero el oráculo es sin duda la imagen del recinto. Sus ruinas son realmente mágicas. A la luz del atardecer, cuando la noche llama a la puerta, puedes ver todavía al sacerdote o a la vidente invocando a los dioses para consultarles sobre el destino de su pueblo. La pitonisa, en estado de trance, contactaba, en este caso con Apolo, y comunicaba sus profecías a los consultantes, que iban desde reyes hasta simples campesinos. Todos, sin excepción, podían preguntar a su creador, previo sacrificio en el altar. Los científicos, aunque no saben por qué los antiguos griegos eligieron ese lugar específico para que los dioses les asesoraran, creen que la causa puede ser que es un punto donde confluyen tres fallas tectónicas, de donde emanan vapores de etileno que podrían causar ese estado de trance en el que caen los contactados. Es un lugar imprescindible si recorréis esta zona. Hay un museo, al que no pudimos entrar, puesto que aquel año el país sufría una grave crisis económica, que empujó a los ciudadanos a ejercer varias jornadas de huelga. Gracias a eso precisamente pudimos ver el recinto arqueológico.

Y los paros de los trabajadores nos permitieron también circular por las autopistas de peaje sin pagar un euro, ya que las garitas estaban vacías.

Leónidas en el paso de las Termópilas
La jornada nos reservaba todavía otra sorpresa histórica, que, a mí, particularmente, me hacía especial ilusión. Paramos a un lado de la carretera, junto a una pequeña cascada, en un lugar que aparentemente no tenía nada que ofrecernos. Sólo la estatua de un hoplita griego en posición desafiante. Pero aquel no era un guerrero anónimo… se trataba del gran Leónidas (si no habéis visto la película de Zack Snyder, “300”, ya podéis ir abriendo ahora mismo otra ventana para buscarla), el heroico rey espartano, que con su valentía y sacrificio ayudó a que la coalición de ciudades estado griegas vencieran (no en aquella batalla) al poderoso imperio persa. Estábamos en el auténtico desfiladero de las Termópilas, donde en el año 480 a.C se libró una de las batallas más memorables y trascendentes de la historia. Lo desarrollaré más tarde (que me emociono y no paro) así que, si os interesa, nos vemos abajo…

Anocheciendo, llegamos a Kalambaka, en Tesalia, la zona donde se ubican los monasterios de Meteora. Preguntamos en una bonita casa si tenían habitaciones libres. La dueña, mayor ya, no hablaba inglés, ni nosotros griego (siempre me propongo llevar la típica guía de bolsillo con las recurrentes frases de “socorro”, pero nunca lo hago), así que llama a su hija por teléfono, y nos quedamos. Antes de descansar, nos vamos a cenar un souvlaki (pincho moruno), ensalada con queso feta y un gyro (kebab griego). La comida es muy, muy buena. Estaría comiendo todo el día si Grecia no tuviera tantos monumentos.
Roussanou
Agios Stefanos
Varlaam

La climatología nos tenía especialmente preocupados. Los monasterios suspendidos del cielo no podrían verse en un día nublado y lluvioso. Pero el oráculo de Delfos nos había augurado buen tiempo, y así se cumplió. El cielo se abrió al día siguiente, y pudimos recrearnos con los sobrecogedores paisajes donde se construyeron estos sensacionales centros ortodoxos. Son únicos en el mundo, y su visita bien vale el viaje a Grecia. El paisaje rocoso en sí es increíble, pero es que, además, cada peñasco lleva un monasterio como sombrero. Todos se pueden visitar (2-3 euros) accediendo a ellos a través de vertiginosas escaleras, elevadores y “teleféricos” rústicos construidos por los monjes (y monjas) que los habitaron. Se construyeron a partir del siglo XIV, cuando los eremitas que se habían aislado en el siglo X al cobijo de las formaciones rocosas que se elevan a más de 600 metros sobre el nivel del mar, pensaron que necesitaban estar más cerca de Dios. Desde las alturas, se escondieron de los invasores otomanos, y sus templos sirvieron de refugio a los griegos que huyeron de la amenaza nazi que castigaba su tierra. De los 24 que había en su máximo apogeo, hoy sólo seis están ocupados. Si llegáis hasta aquí, os garantizo una experiencia onírica que jamás olvidaréis. Para mí, que siento especial atracción por los monasterios antiguos, Meteora se merece todos los elogios que se puedan imaginar. Llegad, relajaros y disfrutad de todos los encantos que os sugiere Meteora. La distancia entre ellos es pequeña y se pueden hacer perfectamente en media jornada. Es un circuito de unos 17 kilómetros. Cada uno cierra algún día a la semana, así que consultad horarios. Nuestras visitas fueron: San Nicolás (el que más gustó), Varlaam, Megalometeoro, Roussanou, Agia Triada (aquí se rodó la película de James Bond Sólo para tus ojos) y San Esteban (de monjas y que sólo vimos por fuera porque cierra los lunes).

Montañas de Meteora






Esta zona de Grecia es uno de esos lugares en el mundo que nadie debe perderse. Allí, entre estos maravillosos monasterios ortodoxos, sentiréis que el tiempo retrocede, y que el mundo hace una pausa para descansar este estas increíbles montañas. A riesgo de quedar como un inculto, si me preguntan qué es lo que más me ha impresionado de este país con tanta historia y cultura, Meteora sería mi respuesta.









Soñamos con Meteora, y cuando por fin pudimos tocarlo, la realidad se desvaneció para convertirse en sueño de nuevo…

LA BATALLA DE LAS TERMOPILAS

-          ¡No seáis tercos! Os enfrentáis al ejército más poderoso que el hombre jamás haya visto. No tenéis oportunidad alguna de victoria. Rendiros, o una lluvia de flechas que tapará el sol caerá sobre vuestras cabezas.


-          Entonces lucharemos a la sombra… - contestó un soldado espartano, golpeando su escudo contra su pecho, dando por concluida así la fugaz negociación.


El emisario persa se dio la vuelta y regresó a comunicarle a su general que los griegos no iban a deponer las armas. Apostados en un estrecho camino, con las montañas a un lado y el mar al otro, los defensores de Grecia habían elegido el paso de las Termópilas para hacer frente a la invasión persa.


Pero retrocedamos 19 años atrás de este hecho (hacia el 499 a.C) para buscar el origen de la batalla más épica de la historia, cuyo desenlace cambió el devenir de nuestro destino y salvó, posiblemente, la democracia, y con ella, la forma de vida del mundo occidental.


El rey Ciro II había extendido su autoridad más allá de Persia, llegando hasta la India por oriente, y Egipto por occidente. Sus ejércitos, hábiles y habituados a la guerra, habían conquistado fácilmente las tierras abiertas de los desiertos asiáticos. A pesar de su dominio, el nuevo gobernador no impuso ley ni religión alguna a sus nuevos súbditos. “Sólo” pedía lealtad y tributo a su mandato.


Pero muchos de esos vasallos no aceptaban estar bajo la soberanía de los persas, de modo que comenzaron a rebelarse contra el imperio persa. Ya con el sucesor de Ciro El Grande en el poder (Darío), los pobladores griegos de las provincias de Asia Menor y Chipre, se alzaron en armas contra su opresor. Y este levantamiento tuvo especial repercusión en la ciudad de Sardes, en el oeste de Turquía. Allí, los habitantes lograron expulsar a los ocupantes de la población, provocando así la ira del soberano persa, quién juró venganza por tal ofensa. Una venganza que tardó varios años en consumarse (490 a.C).


Debía castigar ejemplarmente a los instigadores y cómplices de tal afrenta. Para ello lanzó al mar a 30.000 hombres, con el único objetivo de conquistar Atenas. En su camino, tomaron las islas de Naxos y Eubea, antes de desembarcar en terreno continental, donde les esperaban las falanges atenienses, dispuestas a defender sus casas hasta derramar la última gota de sangre. Los griegos, en inferioridad numérica (8.000) les repelieron en Maratón, provocando una severa y dolorosa derrota al todopoderoso imperio aqueménida. El escarmiento que pretendía dar Darío se saldó con un estrepitoso fracaso, y una humillación que se recordaría durante mucho tiempo entre los reyes persas posteriores.


Otros historiadores creen que el ataque persa no tuvo nada que ver con la revuelta jónica, y que simplemente Atenas era una muesca más en el letal puñal persa que, en su camino de expansión hacia Europa, arrancaba las vidas de todo aquel que osara hacerle frente.


La gesta griega es narrada por Heródoto, quien cuenta cómo los hoplitas supervivientes regresaron a casa para luchar de nuevo ante otro desembarco persa. No cuenta cómo Eucles (podría ser Tersipo o el propio Filípides) corrió hasta Atenas 40 kilómetros para anunciar la proeza del ejército ateniense, justo antes de caer muerto. Pero sí cómo Filípides llegó hasta Esparta al día siguiente del desembarco (es factible), después de más de 200 kilómetros, para anunciar la llegada de los persas y pedir ayuda a sus vecinos espartanos. En realidad, la historia no se pone de acuerdo en cuál de los corredores fue el que gestó la hazaña.


Lo que sí parece claro es que el Partenón se erigió para celebrar y conmemorar la victoria de Maratón.


Cómo decía, estas derrotas del ejército más poderoso del mundo, ante unos luchadores, en teoría inferiores, seguían golpeando el orgullo persa. ¿Cómo era posible que unas ciudades estado, que estaban guerreando continuamente entre ellas, lograran doblegar a la omnipotente Persia? En efecto, en aquella época Grecia no era Grecia, sino un conjunto de polis que luchaban por la supremacía territorial. Entre ellas, las más destacadas eran Atenas y Esparta. Una, con un fuerte desarrollo económico y social, y la otra, con la supremacía militar como bandera. Dos modelos muy diferentes, que cuando se unieron, lograron lo que nadie había podido hacer hasta entonces… someter al invencible imperio persa.


¿Y qué provocó esta alianza entre dos enemigos tan acérrimos? Pues la enésima incursión persa en territorio griego. Muchas ciudades pensaban que sus enemigos de oriente medio no volverían a pisar su estado después de las derrotas sufridas años atrás. Pero, Jerjes, hijo de Darío, heredó de su padre el trono y el rencor hacia los griegos. Su refinada educación no le hizo olvidar que los tiempos de lucha y guerra aún no habían terminado. Tras cinco años de preparación (los que tardó en reunir su potente ejército), determinó que ese año, el 480 a.C, era el momento perfecto para aplastar definitivamente a esas polis griegas semidesarrolladas, que osaban discutirle una porción de tierra.


Al frente de una flota de más de mil barcos y 300.000 soldados (algunos historiadores ascienden esa cifra hasta los 2.000.000) sus mejores generales cruzaron el estrecho de Dardanelos por su parte más estrecha (1.5 kilómetros) atando cientos de viejos barcos para que sirvieran de puente al paso de las tropas. La otra opción, rodear el Mar de Mármara, conllevaría tener que invadir todos los pueblos que quedan de camino hasta Atenas, con el tiempo y las bajas que ello supondría.

El infierno se acercaba a Atenas. Un espía griego informó del descomunal contingente persa que se acercaba hacia ellos (el papel de los espías jugó un papel fundamental en esta batalla como ya veremos). Pero los griegos no estaban preparados para hacer frente a tal amenaza. Por lo menos, no ellos solos… Enseguida comenzó a funcionar la diplomacia ateniense. Se contactó con todas las polis vecinas (amigas y enemigas) para elaborar un eventual plan defensivo. Aunque muchos pueblos menores acudieron a la llamada de auxilio, otros tantos se negaron a ayudar a los atenienses, argumentando que sería un suicidio o que el dominio persa no tendría consecuencias tan fatales como una guerra contra ellos. Los números no salían. Había que tratar de convencer a los, sin duda, más preparados para la batalla, los espartanos.
La ferocidad y valentía de los espartanos era ya legendaria entre todos los que les conocían o habían sufrido su ira. Desde que nacía, el espartano ya se examinaba para la guerra. Recién sacado de las entrañas de su madre, se reconocía minuciosamente al bebé para comprobar que no sufría ningún defecto que le impidiera ser un feroz luchador. Al más mínimo síntoma de debilidad, sería abandonado en el bosque o la montaña para que muriera o fuera devorado por los animales. A los seis años se les separaba de su madre (que asumía y apoyaba esa “voluntad”) para instruirles en un férreo entrenamiento militar que les preparara para la futura lucha. De hecho, las madres, antes de partir hacia esa formación guerrera, se despedían de los niños ofreciéndoles el escudo, mientras les advertían de que su vuelta a casa sólo podría ser con el escudo en su brazo o sobre él (muerto). Perder una batalla es una deshonra que nadie en aquella sociedad guerrera aceptaba. Sólo había dos tipos de tumbas espartanas con el nombre del difunto: las de los soldados muertos en batalla y en las que descansaban las mujeres que murieron dando a luz.

Los atenienses trataron de convencer a los espartanos de que su rivalidad dejaría de existir si no hacían un frente común contra los persas. Ambos pueblos desaparecerían para siempre si el invasor lograba superar las defensas. Tenían que olvidar su enfrentamiento y unirse a su causa. Los consejeros espartanos no estaban convencidos del todo con las explicaciones atenienses. No tenían miedo (esa palabra no se pronunciaba en su idioma), pero quizás esperaban que el problema se resolviera de otra forma. Pero el Oráculo de Delfos había hablado… Tal vez los descendientes de Perseo logren vencer a vuestro pueblo o tal vez un rey de la estirpe de Heracles muera derrotando al enemigo… (la profecía de Apolo es más larga, pero algo así auguraba). Los mensajes casi encriptados del oráculo, como sucede con las profecías, se interpretan de manera muy personal. Y Leónidas, el monarca espartano, consideró que ese rey al que se refería el oráculo era él. Decidido, pidió permiso al Consejo para participar en el conflicto contra los persas. A pesar de que la mayoría estaba en contra de la guerra, se le permitió escoger a 300 soldados (de los 9.000 que formaban el ejército espartano) para resolver el enigma que les había planteado el oráculo. Leónidas eligió sólo a hombres con descendencia para asegurar la estirpe guerrera de aquellos valerosos combatientes. Sabía que ni él ni los seleccionados iban a volver a casa. Pero ése era el destino para el que habían sido preparados a lo largo de toda su vida. Los que no fueron escogidos, seguramente desearían haber estado en el lugar de los guardaespaldas de Leónidas.



Los 300 se unieron a los cerca de entre 4000 y 5000 soldados de varios pueblos que decidieron luchar al lado de los atenienses. La misión, con una proporción de 50 a 1, era suicida. Y todos lo sabían. A pesar de lo cual, se posicionaron con determinación a lo largo de los 180 metros de camino que separaban el mar y las montañas de las Termópilas.

La lucha se libraba en tierra, aunque también sobre las aguas del Egeo. Los 200 barcos atenienses iban a tratar de frenar a los más de 1000 navíos persas que navegaban hacia la costa griega para apoyar y traer suministros a la infantería de tierra. Al mando de la flota ateniense estaba el verdadero cerebro de la Batalla de las Termópilas. El cine y la historia ha encumbrado a Leónidas cómo único héroe de la batalla, pero sería justo ensalzar de igual manera la figura de Temístocles. Aunque la verdadera heroína de las Termópilas fue la Democracia, gracias a la cual, Temístocles, hijo de un mercader, pudo escalar en el mundo de la política y tratar de convencer a sus gobernantes de que redoblaran sus esfuerzos en mejorar la marina ateniense. Sin este sistema, la posibilidad de que una persona que no fuera de la nobleza alcanzara el estatus al que llegó Temístocles hubiera sido imposible. Y sin él, nunca hubiera ocurrido la batalla de las Termópilas, y sin esa batalla, nuestro mundo no sería el mismo (no sé si mejor o peor, cada lector puede ofrecer su versión personal del oráculo de Delfos para intentar adivinar hacia donde nos dirigimos o cual hubiera sido el mejor camino para nuestro devenir como raza humana).

Temístocles, varios años antes de la Batalla de las Termópilas, ya supo vaticinar las posibles consecuencias nefastas de tener una flota escasa. Estaba seguro de que los futuros enemigos de Atenas vendrían por mar con poderosos barcos ante los que poca resistencia podrían ofrecer desde tierra si no dejaban de entrar refuerzos por mar. Era primordial cortarles el suministro marítimo para que las fuerzas invasoras en tierra sufrieran tal desgaste que tuvieran que retirarse si no querían morir de cansancio y hambre. Así, con una mentira, tal vez cambiara el rumbo de la Batalla de las Termópilas antes de iniciarse, y de la historia. Viendo que su empeño en mejorar la débil flota ateniense no surtía efecto, convenció a los gobernantes de que en la isla cercana de Egina se urdía un plan para atacar a los barcos mercantes atenienses (mentira, por supuesto). Eso alertó a las autoridades, que empezaron a poner más atención a ese joven político que empezaba a destacar. Pero el problema era el dinero. No disponían de fondos para tal desarrollo naval. Entonces, la suerte visitó Atenas en forma de plata. Justo se descubría un importante yacimiento que permitió construir unos 100 barcos más, que tal vez fueron decisivos en la Batalla naval de las Termópilas.

En el paso en tierra, Leónidas y sus 300 formaban la primera pared de un muro de bronce, con sus escudos protegiendo la formación. Unos escudos que decoraban con motivos personales, y que no sólo servían de defensa, sino también de ataque gracias a su abrazadera. Los persas, convencidos de su triunfo, arremetieron en una primera oleada contra la “muralla” espartana, la cual no pudieron superar. De hecho, fueron rechazados con cierta facilidad, sufriendo un gran número de bajas. El cuello de botella del desfiladero hacía que la caballería persa (que tan fácil había conquistado los espacios abiertos de Asia) se volviera completamente inútil. La infantería caía una y otra vez bajo el filo de las lanzas espartanas, que aguantaron el embate. El primer día de combate se convirtió en una auténtica carnicería para los persas.

Jerjes, furioso, ordenó llamar a su unidad de élite, “Los Inmortales”. Hombres especialmente entrenados para la lucha, que llevaban un velo oscuro que tapaba su rostro. En silencio, en contraposición a los espartanos que chillaban incitando a la batalla, los Inmortales avanzaban hacia el frente con el único sonido de la respiración saliendo y entrando en sus pulmones. Los hombres sin rostro parecían fantasmas que estaban a punto de abalanzarse sobre los griegos. Y así lo hicieron… Pero corrieron la misma suerte que sus compañeros. Los espartanos habían acabado con la leyenda de los Inmortales (llamados así porque cuando uno caía enseguida ocupaba otro su lugar, pareciendo de este modo que nunca morían) de una sola acometida. En realidad, el desarrollo de la batalla se sucedía “a pulsos”. Embestían, eran rechazados, retrocedían para descansar un poco y volvían a chocar. Las flechas apenas dañaban a los acorazados espartanos, que sólo dejaban dos agujeros en su casco para ver a través de sus ojos. A pesar de la fama del cuerpo de élite persa, éstos, provistos de ligeras armaduras y escudos de mimbre, no fueron rivales para los espartanos, que ataviados de gruesas armaduras de bronce (se componía de tres capas, una de lino, otra de cuero y la de bronce exterior), los pesados cascos corintios y los enormes escudos hoplitas, acabaron con sus contrincantes ante la desesperación de Jerjes, que veía cómo 300.000 guerreros no eran capaces de doblegar a unos 3.000.

Entretanto, en el mar se dilucidaba otra confrontación vital para los atenienses. Si Temístocles no frenaba a la poderosa flota persa, la sólida defensa espartana no serviría de nada. Los números no auguraban un final feliz para la marina ateniense. Y para empeorar las cosas (aunque conociendo el resultado, esta decisión fue clave para la victoria ateniense), los persas desviaron 200 barcos de la flota principal hacia el sur, con el objetivo de rodear la isla de Eubea y sorprender por la retaguardia a los atenienses. Como sus compañeros de tierra, los marineros se habían colocado en un estrecho para cerrar el campo de batalla y minimizar el factor numérico de naves que daba ventaja a los persas. Temístocles optó por una estrategia que desconcertó a sus enemigos. Durante la tarde, sin más, ordenó cargar contra los 800 barcos persas que les hacían frente. A diferencia de Leónidas, Temístocles atacó, en vez de defender. Y todavía hoy en día los expertos en historia militar se preguntan cómo el ateniense pudo vencer a una fuerza 4 o 5 veces superior a la suya, y teniendo el mismo tipo de barco. La hora del día elegida para el ataque no era casual. El inteligente estratega griego pensó que la batalla duraría menos, ya que de noche no se podía batallar, y así tendría más tiempo de restaurar los daños en sus barcos. Pero el plan salió mejor de lo esperado, y los hábiles y versátiles trirremes atenienses hicieron añicos a los persas. Y como con la mina de plata, Temístocles tuvo otro oportuno golpe de suerte en forma de tormenta. Un temporal hundió los 200 barcos que le intentaron sorprender a sus espaldas.

El trabajo por mar estaba hecho. Sólo faltaba que los espartanos y sus aliados resistieran en tierra, algo imposible de pensar. Jerjes disponía de hombres, pero si seguía insistiendo con la misma táctica, sus tropas se debilitarían, y lo que es peor, se desmoralizarían. Por ello ordenó retirar y enterrar a todos los soldados muertos, para que los que quedaban no los vieran. El músculo espartano aguantaba ferozmente las acometidas persas, y tal vez las hubieran seguido aguantando hasta desgastar al enemigo, de no ser por una vil traición. Un espía griego informó a Jerjes de un sendero secreto que llevaba desde el campamento persa hasta la retaguardia griega. Emparedados entre dos columnas, se verían atrapados y vencidos sin remedio. Pero Leónidas ya había previsto esa debilidad, y había mandado a 1000 focenses a cubrir el camino. La desgracia ocurrió cuando estos hoplitas huyeron al ver venir a los persas. No es que desertaran asustados, más bien se retiraron para correr hacia su pueblo (muy cercano de aquel punto) pensando que el enemigo se dirigía a quemar sus hogares. Quisieron proteger sus casas, pero aquel repliegue le costó la derrota y la vida a Leónidas, que dándose cuenta de lo que se le venía encima decidió retirar a sus hombres del paso. La derrota era inevitable, y les dio la oportunidad de evitar la muerte. Muchos se fueron, pero la historia debería poner en valor la lealtad y sacrificio (como se ha hecho con los espartanos) de los 700 tespios que se quedaron a luchar junto a Leónidas.

Ahora, la cuestión era contener a los persas el máximo tiempo posible para que sus hombres se pusieran a salvo. Los persas no deberían saber que se retiraban porque, de lo contrario, cargarían con todos sus soldados, sabiendo que sólo quedaban 1000 griegos para defenderse. El tercer día, Leónidas y sus hombres, ante el asombro de un espía persa que les observaba, se acicalaban su larga melena (los espartanos consideraban el cabello largo sinónimo de libertad), se engrasaban sus cuerpos, se entrenaban, y se lavaban cuidadosamente. Sabían que su hora había llegado, y se preparaban para la muerte.

En el último ataque, el muro inquebrantable e infranqueable espartano cayó, y con él la vida de cientos de valerosos soldados que dieron su alma a cambio de la de su pueblo. Luchando cuerpo a cuerpo con la espada corta (era su arma secundaria, que sólo utilizaban cuando la formación de falange se resquebrajaba, que no era nunca), siguieron batallando fieramente hasta que una flecha derribó a Leónidas. Sus lugartenientes pasaron de luchar por sus vidas a luchar por el cuerpo sin vida de su rey. No querían que los persas se lo llevaran, cosa que hicieron cuando acabaron con el último de los espartanos y de los tespios. Jerjes ordenó cortarle la cabeza y ponerla en una picota. El Oráculo de Delfos no se había equivocado. Leónidas murió, pero su muerte dio vida a su pueblo…


Su sacrificio y su lucha hizo ganar un tiempo vital para que sus aliados y su pueblo se pusieran a salvo. Jerjes arrasó Atenas (destruyendo el Partenón), pero la falta de suministros y el repliegue hacia el oeste de los atenienses, que apenas sufrieron bajas, no les permitió asegurar su hegemonía en Grecia. Los griegos fueron recuperando terreno poco a poco, y la batalla naval de Salamina fue clave para que a los persas no les interesara luchar más contra los griegos. Temístocles, con lo que le quedaba de flota, derrotó de nuevo a Jerjes, que, engañado por un espía doble ateniense, se metió en una trampa naval de la que sus barcos no pudieron escapar. Un nuevo intento de desembarco desbaratado, que ya convenció definitivamente a los persas de que no compensaba seguir debilitándose en aquellas tierras. Lo que no sabían es que aquel era el principio de su fin.


Los griegos empezaron a luchar como un sólo pueblo, y persiguieron a los persas hasta su propio territorio. Filipo II de Macedonia reunió a todas las ciudades griegas bajo un mismo país, y poco a poco se fue expandiendo hasta que el gran Alejandro Magno acabó con los persas, formando un imperio aún más grande que el de sus antiguos enemigos.