domingo, 29 de octubre de 2017

GRECIA (2) - Amorgos. - El mito de la Atlántida

AMORGOS




Antes de partir hacia Grecia, habíamos planeado un viaje con varios “puntos gordos” que no podíamos perdernos. Atenas, Meteora, Peloponeso, Macedonia… y eso nos dejaba poco tiempo para “rellenar” la otra cita ineludible en este bello país mediterráneo, las idílicas islas del Egeo. El dilema era elegir entre una de esas pequeñas porciones de tierra rodeadas de mar a las que casi ningún viajero se acerca. Olvidadas por el turismo, es donde se puede encontrar la verdadera esencia insular, la fragancia de esa tranquilidad y reposo que en otras islas hace tiempo que se fue.


Al final, el magnífico monasterio bizantino de Amorgos hizo que nos decidiéramos por este lugar. La otra duda, aunque casi resuelta antes del estudio, era decantarse por Santorini o Mykonos. Esta última parecía tener mucho más ambiente (fiesta, vamos), de lo que solemos huir, y la primera prometía muchos más alicientes que ofrecernos. Es ingenuo pensar que te vas a encontrar sólo en estos entornos, por eso necesitábamos palpar en una de sus vecinas la otra alma de las islas. 

Después de dejar el coche en Atenas, cogimos un vuelo interno hasta Santorini, que en 45 minutos te lleva hasta la isla. Y nuestro primer contacto con la gente local ya nos daba una idea del carácter arisco con el que se muestran los habitantes de Santorini. He de recalcar que, en el resto del país, más allá de cierta picaresca con el turista, la gente es muy hospitalaria. Pero el turismo de masas (del que formo parte, lo sé) estropea los lugares y las gentes. En Santorini parecía que todo el mundo estaba de mala leche. Agobiados, estresados, o quién sabe, cansados de tanto turista. Los que viven de ellos, no se preocupan en ser amables y atentos (ojo, no digo serviciales empalagosos, que lo odio, simplemente cordiales y educados), porque saben que somos millones y millones, y no necesitan serlo ya que siempre van a tener clientes.



Un chófer mal encarado y fumando dentro del autobús, nos lleva hasta la capital de la isla, Thera (Fira). Allí damos un paseíto para hacer tiempo hasta las 14.30h que sale el autobús hasta el puerto. En la estación nos volvemos a encontrar a otro taquillero con actitud “pasota”, que después de varios acercamientos, nos decide hacer caso y vendernos dos billetes hasta la terminal de ferrys (1.20 euros). Pretendíamos hacer primero Amorgos, puesto que, en caso de tener algún problema logístico (lo tendréis), preferimos pasar los últimos días del viaje en Santorini, que estaba mejor comunicada con el continente. Con una hora de retraso, sale nuestro barco hacia Amorgos, con escala en Paros, a la que llegamos en 3 horas. Desembarcamos, y hasta las 22.00h que no volvemos a salir, damos un paseo nocturno visitando un bonito castillo veneciano construido con restos de columnas de templos griegos. Cenamos el menú estándar (gyros y ensalada con queso feta) que tanto me había enganchado. Nuevamente el ferry zarpa con retraso, con lo que llegamos a Amorgos a horas intempestivas (02.00h). Evidentemente a aquellas horas, la ciudad dormía, y no se veía luz alguna encendida en las casas. Yo ya tenía la intención de buscar un rinconcito para echar una cabezadita hasta que amaneciera, pero llevaba a mi lado una chica que aquel día le echó morro al asunto. Llamó a la puerta de la pensión “Poseidón” y un chico muy amable, y sin poner problemas ni mala cara, nos alquiló una habitación enorme tipo estudio por 30 euros, desde cuya terraza, a pesar de la hora, estuvimos observando durante un ratito el magnífico espectáculo que nos proporcionó el cielo estrellado de aquella noche. 


Nosotros utilizamos un truco que nos suele funcionar bastante bien… Aquella noche, como os imagináis, si llego a ser yo (sin afeitar, con el pelo revuelto, un poco “machacado” del trayecto, con ojeras, y tal vez con el ceño un poco fruncido) el que llama a la puerta de una casa a las 2 de la mañana sin avisar, pues lo más probable es que no nos hubieran abierto directamente, o que si hubieran sido tan amables de hacerlo por si necesitábamos ayuda, nos hubieran dicho que estaban completos. Es mejor poner una chica por delante, que son más de fiar, y con menos posibilidades de ser asesinas en serie o ladronas. En muchas pensiones o “Bed and Breakfasts” puede que guarden esa habitación vacía para otro huésped si os juzgan como a una persona problemática por vuestro aspecto (cosa absurda, pero sé de gente a la que le ha pasado). Siempre funciona. Es como el autoestop, luego sale el “mangui” (el chico) detrás del arbusto, y la presa ya no puede huir.

Amanecíamos en Aegiali, un pequeño pueblo al norte de esta estrecha y alargada isla, separado por unos 15 kilómetros de Katapola, la ciudad más importante. De modo que, después de sacar una foto a la vieja iglesia de Panayitsa, nos pusimos en marcha para buscar transporte. En el supermercado donde habíamos comprado el pan, el agua y las galletas, nos habían dicho (no muy convencidos) que el autobús salía a las 09.00h, pero allí no había un alma. Autobuses sí, pero de escuela. Pasajeros sí, pero niños que iban a estudiar. La comunicación con los conductores se hacía imposible, así que esperamos pacientemente, desayunando nuestras galletas, sentados en un borde de la acera. Pasan los minutos, y no hay rastro alguno de autobuses de línea. Una chica, que ya nos observaba desde hacía tiempo, se acercó para preguntarnos si necesitábamos algo. Entonces nos anunció que no hay autobús alguno a Katapola, y que, si queríamos llegar hasta allí, el taxi era la única opción. Llamamos a uno, y cuando llegó, su respuesta fue que él no iba a Katapola. Pero, ¿a dónde más se puede ir en coche desde aquel pueblito? Desesperados, se nos ocurrió llamar a nuestro hotel “Villa Katapoliani” (que teníamos reservado). El dueño, muy amable, nos mandó a una taxista, que venía acompañada de su madre. El camino, recorriendo unos bonitos y escarpados acantilados, es precioso. Al llegar al alojamiento, dejamos los trastos, y el propietario nos recomienda alquilar un vehículo, ya que la vuelta hasta el ferry nos va a costar lo mismo que si arrendáramos un coche. Así que aceptamos el consejo y cogimos un utilitario (Hyundai Athos) por 20 euros al día en Thomas Car Rental. Había que llenar el depósito y paramos en una gasolinera donde nos cargaron de gasolina (la más cara), para recorrer esta maravillosa isla de las Cícladas.

Y como en la comida, siempre me gusta empezar por lo más apetitoso del menú (otros lo hacen al revés). Y ello no era otra cosa que el mágico monasterio de Jozovióvetisa. Esta joya bizantina de principios del siglo XI os maravillará. Encaramado a 300 metros sobre el nivel del mar, este curioso edificio ortodoxo pega su fachada blanca a la roca del acantilado, cuyas paredes fueron excavadas para habilitar las salas del monasterio. Alejado del turismo (nos cruzamos con un solitario aventurero), aquí los monjes se alejan del bullicio y la masificación que han invadido muchas de las islas aledañas. Y con esa paz nos recibieron los religiosos que nos dieron la bienvenida al final de los peldaños que acaban en las alturas del monasterio. Nos acogieron con su habitual hospitalidad y con un chupito de licor de limón que acompañaba a una especie de gominola de gran tamaño (que creo que se llama loukom).


El monasterio siempre ha estado habitado, pero en 1989 corrió el riesgo de ser abandonado cuando solamente dos monjes velaban por él. Afortunadamente nuevos religiosos ortodoxos llegaron de Rusia, prolongando la vida de Jozovióvetisa. Los jóvenes siguen custodiando este importante patrimonio hoy en día. Aunque no hablan inglés, sus delicados gestos hacia sus invitados nos hicieron sentir muy a gusto. Sentados en aquellos bancos tapizados, mirábamos a través de las pequeñas ventanas, desde donde teníamos unas vistas privilegiadas del mar. Un mar especialmente azul, donde se rodó la película de Luc Besson El gran azul. Fueron unos minutos en los que nos sentíamos verdaderos exploradores entrando en contacto con un lugar remoto y apenas visitado por el mundo occidental. Todo en aquel salón se veía y olía a antiguo.

Antes de irnos de este extraordinario lugar, nos sentamos unos momentos en las escaleras para observar el color intenso del mar y la playa donde desembarcó la mujer que dio origen a este edificio bizantino. Llegada de Palestina, llegó a este punto intentando proteger el icono de la virgen.

Todo lo que habíamos presagiado sobre Jozovióvetisa se había cumplido con creces. Pero todavía Amorgos tenía mucho más por enseñarnos. Tranquilas playas en las que apenas hay gente, pueblecitos con sus típicas casas e iglesias blancas, y un paisaje seco y árido que invita a la relajación. Visitamos Langada, Potamos y Tholaria, que nos pareció el más bonito por sus magníficas vistas a la bahía de la capital, Chora. Su iglesia, Anargiri, es muy bonita (lástima que la pillamos en obras) y allí pudimos ver la bonita estampa de los burritos subiendo y bajando escaleras, como en Santorini, pero esta vez no para transportar a las interminables masas de cruceristas que llegan a su puerto, sino para llevar productos de los habitantes de la zona.

Carretera abajo llegamos a Kamari y Arkesini para volver a Katapola para dar un paseo y conocer el bar de El gran azul. El hijo pequeño de la dueña del restaurante nos sirvió nuestra cena (sí, lo habéis adivinado, gyros y ensalada con queso feta para mí), antes de volver a nuestro hotel a descansar. Un reposo que se vio alterado por una llamada de teléfono. Era el dueño del alojamiento para advertirnos de que al día siguiente, debido al mal tiempo, NO BOAT!!. Es decir, ¡¡No hay barco para regresar!! Nuestro ferry no había salido de Atenas. Aquel día descubrimos que el Mar Mediterráneo no era tan manso como creíamos.

Salimos corriendo hacia la oficina de la Blue Star Line, que estaba en una especie de estanco, donde nos atiende muy mal un empleado que, aparte de no darnos ningún tipo de explicación, se niega a devolvernos el dinero del pasaje. Acudimos a la cafetería del dueño de nuestro hotel para suplicarle ayuda. Nos sugiere que nos presentemos en la oficina de tickets del puerto a las 06.30h, cuando abre, y que cojamos el barco de las 07.00h que va a Naxos (una isla más grande y poblada), donde, con suerte, podríamos enlazar con otro ferry a Santorini. Devolvemos el coche, y nerviosos, tanteamos la opinión del dueño de la empresa de alquiler de coches, que lejos de tranquilizarnos, sólo consigue aumentar nuestra angustia al decirnos que “Puede ser, al 50%”, en relación a la salida del barco a Naxos. A la vuelta nos armamos de valor y nos ponemos serios con el trabajador del estanco Blue Star Line, que por fin nos reembolsa el importe del billete que no vamos a usar (¡¡que caradura!!).

Ya nos vamos a dormir inquietos, pero la noche nos iba a deparar otro susto. Nueva llamada del hotel… esta vez era porque no pasaba nuestra Mastercard. No sé si era este el  caso, pero he de advertiros (por lo menos en aquellas fechas), que no es que no funcionara nuestra tarjeta de crédito en aquel hotel, es que, como comprobaríamos durante todo el viaje (incluso en aviones comerciales de compañías griegas grandes), ese país debe estar rodeado de un campo electromagnético que cubre todo su territorio o estar bajo la influencia de un imán gigante subterráneo que hace que todas las tarjetas de crédito de todo el mundo no funcionen en ningún lugar. No os asustéis pues, pensando que algún hacker os ha birlado todo el dinero o que está estropeada. Por si acaso llevad bastantes euros en efectivo, porque la tarjeta del banco os “fallará” de manera habitual. ¿Tendrá algo que ver con el IVA?

A las 05.30h nos plantamos en la oficina de billetes, pero estaba cerrada. Volvimos al hotel a descansar hasta las 06.30h que levantaban la persiana del local. Y como la vez pasada, la atención al público del empleado no había mejorado en absoluto. Igual de pasota y desidioso. No dio ningún tipo de información, con lo que no tuvimos más opción que preguntar directamente a un marinero del único barco que estaba atracado en el puerto. Parecía una especie de atunero reconvertido en barco de pasajeros, pero tenía que ser aquel. La respuesta ya nos sonaba… “Puede ser. 50%”. Ya nos estábamos empezando a desquiciar. Le echamos jeta, compramos el billete y nos metimos directamente en el “ferry”. No había más pasajeros. Nadie nos echó, así que dedujimos, como así fue, que el barco saldría. En 5 minutos pasaron de no saber si zarparían a partir sin problemas.

Pedí un café, que no bebí. El minuto de espera se convirtió en un “Puede ser. 50%”, que al final no salió tampoco. Lo que sí salió fue algo de nuestro estómago durante la travesía marítima más movida que he hecho en mi vida. Aquello parecía un paso por el salvaje Mar del Norte, en lugar de un viaje por el manso Mediterráneo. El Escopetini parecía una barraca de feria subiendo y bajando. Mirabas por el ojo de buey y veías cielo, al segundo siguiente volvías a mirar, y te encontrabas bajo el agua. Mi compañera tuvo que recurrir a la bolsa de plástico varias veces, y yo estuve a punto de hacerlo varias más. De no ser por las paradas (Koufonosi, Schoinoussa e Irakleia), hubiera vomitado sin duda alguna. Tras 4 horas de travesía llegamos por fin a Naxos, que se encontraba en plena jornada festiva. A pesar de todo lo que habíamos sufrido, no nos vino mal mezclarnos entre el gentío y disfrutar del ambiente de la ciudad. Eso sí, no sin antes asegurarnos de la salida de nuestro ferry a Paros, donde habíamos reservado el hotel. Lo más destacado de Naxos es la fortaleza veneciana y la Puerta de Apolo. Según la mitología griega, es dónde Terseo abandona a Ariadna, hija del rey Minos, después de matar al Minotauro. La puerta es todo lo que queda de un viejo templo, pero es un símbolo visible desde el mar.

Ya en Paros, sin ningún percance asombrosamente, fotografiamos a uno de esos molinos blancos que se pueden encontrar en prácticamente todas las Cícladas, y nos dirigimos hacia nuestro alojamiento… Por fuera es muy bonito, y le sacamos fotos a lo lejos. Pero cuando nos acercamos, comprobamos que aquel edificio hacía tiempo que estaba en desuso. ¿Nos han estafado? Bueno, sólo eran 40 euros, pero es que ya no teníamos muchas fuerzas para andar buscando otro hotel. Entramos en el camping de al lado para ver si saben algo del hotel, y el camarero, en plena boda, nos explica que nos habían mandado un fax (sería mail) explicándonos que cerraban por estar en temporada baja, pero que mandaban a alguien para recogernos y trasladarnos hasta otro hotel de 4 estrellas. La habitación de 190 euros quedaría en los 40 que habíamos reservado (algo bueno que nos pasaba).

Alojados ya, aprovechamos esa luz del atardecer para disfrutar de la isla. Ventanas verdes sobre casitas blancas adornaban las calles de Parikia. Visitamos el Kastro Franco, el castillo veneciano del siglo XIII que construyeron los cruzados en su camino a Tierra Santa durante la Cuarta Cruzada, y una de las iglesias más bonitas e interesantes de todas las Cícladas, la Panagia Ekatontapiliani, o iglesia de la “Virgen de las Cien Puertas”, del año 326.


El desayuno del día estaba previsto de 8 a 10 de la mañana, pero los horarios en Grecia son siempre “orientativos”. A las 08.15h estaba el restaurante vacío. Cogimos unas galletas y volvimos a la habitación de nuevo. A las 09.00h ya estaba preparado un desayuno “espartano” no digno de un hotel de 4 estrellas, pero bueno, por el precio que habíamos pagado, no íbamos a protestar. EL ferry nos esperaba para llegar a Santorini. Pasamos por la isla de Ios, que nos muestra una bonita iglesia de color blanco, como no. En 4 horas llegamos a nuestro destino, que ocupará otra entrada de este blog.

LA ATLANTIDA



La Atlántida se encuentra en todas partes y en ninguna a la vez. Desde el Yucatán hasta el subcontinente indio, pasando por las Azores, España, el norte de Europa, la Antártida o las islas griegas, cada año, algún investigador propone una nueva ubicación para este mítico continente perdido.

Es el enigma clásico por excelencia, y uno de los que más estudios e interés ha despertado, no sólo entre los amantes del misterio, sino que también ha arraigado en los pensamientos de la mayoría de los aficionados a la historia y de cualquier persona en general. Creo que todo el mundo conoce la leyenda de la Atlántida, a pesar de que todavía no se ha encontrado evidencia alguna de su existencia. ¿O tal vez sí?



El desánimo que me invade a la hora de leer más sobre este tema es el hecho de que cualquier hallazgo arqueológico o amago de hallazgo, hasta que se estudian concienzudamente (si es que de verdad son ciertas esas estructuras), siempre va al sobre de la Atlántida.

Abramos pues dicho envoltorio, y saquemos de él las propuestas más populares y estudiadas.

La primera de ellas habla sobre un antiguo pueblo anterior a los aztecas, llamado Aztlán, que supuestamente eran los atlantes que todo el mundo busca. A causa del cataclismo, que todos creen, fue el causante de la desaparición de esta misteriosa civilización, su tierra se hundió hasta lo más profundo del Océano Atlántico, y los apátridas huyeron navegando hacia el Yucatán, donde se asentaron y se desarrollaron para sobrevivir.

La segunda defiende que las islas Azores (Portugal) son todo lo queda del mítico continente perdido. Hay científicos que no sólo aseguran haber encontrado sus restos submarinos, sino que los han fotografiado. Para ellos, lo que han captado sus cámaras, son sin ningún género de duda, estructuras antiguas que sólo pueden haber sido obra del hombre. Según parece, el basalto del que está formada esa tierra, hizo que se hundiera, mientras que los continentes más antiguos, compuestos de granito, formaron una base más sólida que el agua no pudo engullir.

Estas dos hipótesis tendrían a su favor, además, la situación geográfica que planteó Platón, el culpable de la leyenda de la Atlántida, quién la nombra en el Timeo (360 a.C), que narra los viajes de Solón a Egipto. El célebre filósofo griego menciona a la Atlántida como un poderoso reino, más allá de las Columnas de Hércules (Estrecho de Gibraltar), donde sus súbditos tendrían un nivel tecnológico mucho más avanzado que el resto de los pueblos. Este enclave nos proporciona el sur de España, área de influencia de los tartessos como otro posible aspirante.

Una tercera, allende el Atlántico, nos lleva hasta el altiplano boliviano, y su antiguo lago Popoo, donde se encontraría la capital atlante. En este caso, no se trataría de un hundimiento continental, más bien de la ciudad, que, según Platón, fue construida en forma circular, a varios niveles, separados unos de otros por canales de agua y enormes muros de acero. En este caso tampoco faltan evidencias para los que ven en unos restos sumergidos (calles empedradas y escaleras), estructuras que pertenecieron a la ciudad. La famosa Bimini Road, que mide unos 100 metros, podría ser un capricho de la naturaleza, o ciertamente algo construido por el hombre, ¿atlante? En esta zona los atlantes basarían su tremenda riqueza en los yacimientos de oro, plata y cobre que se hallaban en los alrededores de esta tierra. Una tierra que también les proporcionaría el mítico oricalco, un mítico metal más valioso incluso que el oro. Según muchos especialistas en metales, éste no sería más que una aleación de cobre, zinc y plomo, a pesar de que Platón aseguraba que lo sacaban de la tierra. En este caso, podría ser ámbar.

Hay muchos investigadores que creen que el diálogo de Platón es sólo moral, alejándose de la mera realidad. Otros, sin embargo, aceptan al pie de la letra todas las descripciones e indicaciones del sabio griego, aunque con matices… Ya sabéis, esta parte sí, pero esta otra no. Y así le dan otra vuelta de tuerca al mito de la Atlántida, para colocarla en otro punto del planeta, en este caso Santorini y las Cícladas.

En esta enésima conjetura, se propone el Mar Mediterráneo, pero se corrige a Platón, y se fecha el desastre natural que acabó con la Atlántida, no 9000 años antes, sino 900, en el 1450 a.C, año en que, ahora sí les cuadra, Thera entró en erupción y arrasó todo lo que encontró a su paso (este acontecimiento lo narraré en la entrada de Santorini). Del mismo modo se olvida el detalle que menciona Platón, quién proyecta la existencia de esta legendaria tierra más allá de las Columnas de Hércules. Es decir, es una Atlántida “a la carta”, donde se decide cambiar, omitir o elucubrar con los datos de un escrito, admitiéndolo como verdadero.

Una de las teorías más recientes indica que el continente secreto se ocultaría bajo los hielos de la Antártida. De hecho, en este supuesto, no sería ni un volcán, ni un tsunami, ni un terremoto lo que la hubiera destruido, sino que el agua congelada habría cubierto toda su superficie, cuando ésta, debido a la fuerza centrífuga de la rotación de La Tierra, y la presión de los propios hielos, habría movido el continente desde su posición hacia el Polo Sur. De esta manera, el suelo que antes era habitable, se volvió estéril y frío, llegando a unas condiciones que serían incompatibles con la vida humana. Algunos han creído (y querido) ver formaciones circulares a través de imágenes por satélite, asegurando con estudios detallados, de que estas estructuras son metálicas, conforme a lo que Platón dijo el Timeo. Otros opinan que son cráteres volcánicos naturales.

Sería un sueño encontrar algún día la Atlántida, pero como todo premio, el valor de hacer realidad ese sueño es incalculable. Y eso hace que afloren aventureros o investigadores sin escrúpulos, que no desaprovechan el mínimo trozo de piedra sumergido para reclamar uno de los descubrimientos más preciados y meritorios que el ser humano haya perseguido jamás. Otros científicos actúan de buena fe, y realmente proclaman que están ante el continente perdido, convencidos de ello. Y tal vez sea así…

Posiblemente estemos persiguiendo una leyenda que es historia… ¿Pudo, ese pueblo tan avanzado, ser los minoicos?  ¿O los supervivientes son los habitantes del antiguo Egipto o el imperio azteca? Comenzaba este artículo diciendo que la Atlántida está en todas partes, pero en ninguna a la vez… Y lo acabo preguntándome si no habremos visto ya numerosas atlántidas.

Pero es más bonito pensar que algún día, una misteriosa civilización emergerá de los mares para mostrarnos todos sus secretos y grandeza. Para los que ya halláis despertado de la fantasía de la Atlántida, podéis volveros a dormir, ya que tal vez aparezca en vuestros sueños Mu (continente perdido en el Pacífico) o Lemuria (en el Índico).

Que tengáis dulces sueños…

Os dejo la encuesta.