Antes de partir hacia Grecia, habíamos planeado un viaje con
varios “puntos gordos” que no podíamos perdernos. Atenas, Meteora, Peloponeso,
Macedonia… y eso nos dejaba poco tiempo para “rellenar” la otra cita ineludible
en este bello país mediterráneo, las idílicas islas del Egeo. El dilema era
elegir entre una de esas pequeñas porciones de tierra rodeadas de mar a las que
casi ningún viajero se acerca. Olvidadas por el turismo, es donde se puede
encontrar la verdadera esencia insular, la fragancia de esa tranquilidad y
reposo que en otras islas hace tiempo que se fue.
Al final, el magnífico monasterio bizantino de Amorgos hizo
que nos decidiéramos por este lugar. La otra duda, aunque casi resuelta antes
del estudio, era decantarse por Santorini o Mykonos. Esta última parecía tener
mucho más ambiente (fiesta, vamos), de lo que solemos huir, y la primera
prometía muchos más alicientes que ofrecernos. Es ingenuo pensar que te vas a
encontrar sólo en estos entornos, por eso necesitábamos palpar en una de sus
vecinas la otra alma de las islas.
Después de dejar el coche en Atenas, cogimos un vuelo
interno hasta Santorini, que en 45 minutos te lleva hasta la isla. Y nuestro
primer contacto con la gente local ya nos daba una idea del carácter arisco con
el que se muestran los habitantes de Santorini. He de recalcar que, en el resto
del país, más allá de cierta picaresca con el turista, la gente es muy
hospitalaria. Pero el turismo de masas (del que formo parte, lo sé) estropea
los lugares y las gentes. En Santorini parecía que todo el mundo estaba de mala
leche. Agobiados, estresados, o quién sabe, cansados de tanto turista. Los que
viven de ellos, no se preocupan en ser amables y atentos (ojo, no digo serviciales
empalagosos, que lo odio, simplemente cordiales y educados), porque saben que
somos millones y millones, y no necesitan serlo ya que siempre van a tener
clientes.
Un chófer mal encarado y fumando dentro del autobús, nos
lleva hasta la capital de la isla, Thera (Fira). Allí damos un paseíto para
hacer tiempo hasta las 14.30h que sale el autobús hasta el puerto. En la
estación nos volvemos a encontrar a otro taquillero con actitud “pasota”, que
después de varios acercamientos, nos decide hacer caso y vendernos dos billetes
hasta la terminal de ferrys (1.20 euros). Pretendíamos hacer primero Amorgos,
puesto que, en caso de tener algún problema logístico (lo tendréis), preferimos pasar
los últimos días del viaje en Santorini, que estaba mejor comunicada con el
continente. Con una hora de retraso, sale nuestro barco hacia Amorgos, con
escala en Paros, a la que llegamos en 3 horas. Desembarcamos, y hasta las
22.00h que no volvemos a salir, damos un paseo nocturno visitando un bonito
castillo veneciano construido con restos de columnas de templos griegos.
Cenamos el menú estándar (gyros y ensalada con queso feta) que tanto me había
enganchado. Nuevamente el ferry zarpa con retraso, con lo que llegamos a
Amorgos a horas intempestivas (02.00h). Evidentemente a aquellas horas, la
ciudad dormía, y no se veía luz alguna encendida en las casas. Yo ya tenía la
intención de buscar un rinconcito para echar una cabezadita hasta que
amaneciera, pero llevaba a mi lado una chica que aquel día le echó morro al asunto. Llamó a la puerta de la pensión “Poseidón” y
un chico muy amable, y sin poner problemas ni mala cara, nos alquiló una
habitación enorme tipo estudio por 30 euros, desde cuya terraza, a pesar de
la hora, estuvimos observando durante un ratito el magnífico espectáculo que nos
proporcionó el cielo estrellado de aquella noche.
Amanecíamos en Aegiali, un pequeño pueblo al norte de esta
estrecha y alargada isla, separado por unos 15 kilómetros de Katapola, la
ciudad más importante. De modo que, después de sacar una foto a la vieja
iglesia de Panayitsa, nos pusimos en marcha para buscar transporte. En el
supermercado donde habíamos comprado el pan, el agua y las galletas, nos habían
dicho (no muy convencidos) que el autobús salía a las 09.00h, pero allí no
había un alma. Autobuses sí, pero de escuela. Pasajeros sí, pero niños que iban
a estudiar. La comunicación con los conductores se hacía imposible, así que
esperamos pacientemente, desayunando nuestras galletas, sentados en un borde de
la acera. Pasan los minutos, y no hay rastro alguno de autobuses de línea. Una
chica, que ya nos observaba desde hacía tiempo, se acercó para preguntarnos si
necesitábamos algo. Entonces nos anunció que no hay autobús alguno a Katapola,
y que, si queríamos llegar hasta allí, el taxi era la única opción. Llamamos a
uno, y cuando llegó, su respuesta fue que él no iba a Katapola. Pero, ¿a dónde
más se puede ir en coche desde aquel pueblito? Desesperados, se nos ocurrió
llamar a nuestro hotel “Villa Katapoliani” (que teníamos reservado). El dueño,
muy amable, nos mandó a una taxista, que venía acompañada de su madre. El
camino, recorriendo unos bonitos y escarpados acantilados, es precioso. Al
llegar al alojamiento, dejamos los trastos, y el propietario nos recomienda
alquilar un vehículo, ya que la vuelta hasta el ferry nos va a costar lo mismo que
si arrendáramos un coche. Así que aceptamos el consejo y cogimos un utilitario
(Hyundai Athos) por 20 euros al día en Thomas
Car Rental. Había que llenar el depósito y paramos en una gasolinera donde
nos cargaron de gasolina (la más cara), para recorrer esta maravillosa isla de
las Cícladas.
Y como en la comida, siempre me gusta empezar por lo más
apetitoso del menú (otros lo hacen al revés). Y ello no era otra cosa que el
mágico monasterio de Jozovióvetisa. Esta joya bizantina de principios del siglo
XI os maravillará. Encaramado a 300 metros sobre el nivel del mar, este curioso
edificio ortodoxo pega su fachada blanca a la roca del acantilado, cuyas
paredes fueron excavadas para habilitar las salas del monasterio. Alejado del
turismo (nos cruzamos con un solitario aventurero), aquí los monjes se alejan
del bullicio y la masificación que han invadido muchas de las islas aledañas. Y
con esa paz nos recibieron los religiosos que nos dieron la bienvenida al final
de los peldaños que acaban en las alturas del monasterio. Nos acogieron con su
habitual hospitalidad y con un chupito de licor de limón que acompañaba a una
especie de gominola de gran tamaño (que creo que se llama loukom).
Antes de irnos de este extraordinario lugar, nos sentamos
unos momentos en las escaleras para observar el color intenso del mar y la
playa donde desembarcó la mujer que dio origen a este edificio bizantino.
Llegada de Palestina, llegó a este punto intentando proteger el icono de la
virgen.
Todo lo que habíamos presagiado sobre Jozovióvetisa se había
cumplido con creces. Pero todavía Amorgos tenía mucho más por enseñarnos.
Tranquilas playas en las que apenas hay gente, pueblecitos con sus típicas casas
e iglesias blancas, y un paisaje seco y árido que invita a la relajación.
Visitamos Langada, Potamos y Tholaria, que nos pareció el más bonito por sus
magníficas vistas a la bahía de la capital, Chora. Su iglesia, Anargiri, es muy
bonita (lástima que la pillamos en obras) y allí pudimos ver la bonita estampa
de los burritos subiendo y bajando escaleras, como en Santorini, pero esta vez
no para transportar a las interminables masas de cruceristas que llegan a su
puerto, sino para llevar productos de los habitantes de la zona.
Carretera abajo llegamos a Kamari y Arkesini para volver a
Katapola para dar un paseo y conocer el bar de El gran azul. El hijo pequeño de la dueña del restaurante nos
sirvió nuestra cena (sí, lo habéis adivinado, gyros y ensalada con queso feta
para mí), antes de volver a nuestro hotel a descansar. Un reposo que se vio
alterado por una llamada de teléfono. Era el dueño del alojamiento para advertirnos
de que al día siguiente, debido al mal tiempo, NO BOAT!!. Es decir, ¡¡No hay
barco para regresar!! Nuestro ferry no había salido de Atenas. Aquel día
descubrimos que el Mar Mediterráneo no era tan manso como creíamos.
Salimos corriendo hacia la oficina de la Blue Star Line, que estaba en una
especie de estanco, donde nos atiende muy mal un empleado que, aparte de no
darnos ningún tipo de explicación, se niega a devolvernos el dinero del pasaje.
Acudimos a la cafetería del dueño de nuestro hotel para suplicarle ayuda. Nos
sugiere que nos presentemos en la oficina de tickets del puerto a las 06.30h,
cuando abre, y que cojamos el barco de las 07.00h que va a Naxos (una isla más
grande y poblada), donde, con suerte, podríamos enlazar con otro ferry a
Santorini. Devolvemos el coche, y nerviosos, tanteamos la opinión del dueño de
la empresa de alquiler de coches, que lejos de tranquilizarnos, sólo consigue
aumentar nuestra angustia al decirnos que “Puede ser, al 50%”, en relación a la
salida del barco a Naxos. A la vuelta nos armamos de valor y nos ponemos serios
con el trabajador del estanco Blue Star
Line, que por fin nos reembolsa el importe del billete que no vamos a usar
(¡¡que caradura!!).
Ya nos vamos a dormir inquietos, pero la noche nos iba a
deparar otro susto. Nueva llamada del hotel… esta vez era porque no pasaba
nuestra Mastercard. No sé si era este el caso, pero he de advertiros (por lo menos en
aquellas fechas), que no es que no funcionara nuestra tarjeta de crédito en
aquel hotel, es que, como comprobaríamos durante todo el viaje (incluso en
aviones comerciales de compañías griegas grandes), ese país debe estar rodeado
de un campo electromagnético que cubre todo su territorio o estar bajo la
influencia de un imán gigante subterráneo que hace que todas las tarjetas de
crédito de todo el mundo no funcionen en ningún lugar. No os asustéis pues,
pensando que algún hacker os ha birlado todo el dinero o que está estropeada. Por
si acaso llevad bastantes euros en efectivo, porque la tarjeta del banco os
“fallará” de manera habitual. ¿Tendrá algo que ver con el IVA?
A las 05.30h nos plantamos en la oficina de billetes, pero
estaba cerrada. Volvimos al hotel a descansar hasta las 06.30h que levantaban
la persiana del local. Y como la vez pasada, la atención al público del
empleado no había mejorado en absoluto. Igual de pasota y desidioso. No dio
ningún tipo de información, con lo que no tuvimos más opción que preguntar
directamente a un marinero del único barco que estaba atracado en el puerto.
Parecía una especie de atunero reconvertido en barco de pasajeros, pero tenía
que ser aquel. La respuesta ya nos sonaba… “Puede ser. 50%”. Ya nos estábamos
empezando a desquiciar. Le echamos jeta, compramos el billete y nos metimos
directamente en el “ferry”. No había más pasajeros. Nadie nos echó, así que
dedujimos, como así fue, que el barco saldría. En 5 minutos pasaron de no saber
si zarparían a partir sin problemas.
Pedí un café, que no bebí. El minuto de espera se convirtió
en un “Puede ser. 50%”, que al final no salió tampoco. Lo que sí salió fue algo
de nuestro estómago durante la travesía marítima más movida que he hecho en mi
vida. Aquello parecía un paso por el salvaje Mar del Norte, en lugar de un
viaje por el manso Mediterráneo. El Escopetini
parecía una barraca de feria subiendo y bajando. Mirabas por el ojo de buey y
veías cielo, al segundo siguiente volvías a mirar, y te encontrabas bajo el
agua. Mi compañera tuvo que recurrir a la bolsa de plástico varias veces, y yo
estuve a punto de hacerlo varias más. De no ser por las paradas (Koufonosi,
Schoinoussa e Irakleia), hubiera vomitado sin duda alguna. Tras 4 horas de
travesía llegamos por fin a Naxos, que se encontraba en plena jornada festiva.
A pesar de todo lo que habíamos sufrido, no nos vino mal mezclarnos entre el
gentío y disfrutar del ambiente de la ciudad. Eso sí, no sin antes asegurarnos
de la salida de nuestro ferry a Paros, donde habíamos reservado el hotel. Lo
más destacado de Naxos es la fortaleza veneciana y la Puerta de Apolo. Según la
mitología griega, es dónde Terseo abandona a Ariadna, hija del rey Minos,
después de matar al Minotauro. La puerta es todo lo que queda de un viejo
templo, pero es un símbolo visible desde el mar.
Ya en Paros, sin ningún percance asombrosamente,
fotografiamos a uno de esos molinos blancos que se pueden encontrar en
prácticamente todas las Cícladas, y nos dirigimos hacia nuestro alojamiento…
Por fuera es muy bonito, y le sacamos fotos a lo lejos. Pero cuando nos
acercamos, comprobamos que aquel edificio hacía tiempo que estaba en desuso. ¿Nos
han estafado? Bueno, sólo eran 40 euros, pero es que ya no teníamos muchas
fuerzas para andar buscando otro hotel. Entramos en el camping de al lado para
ver si saben algo del hotel, y el camarero, en plena boda, nos explica que nos
habían mandado un fax (sería mail) explicándonos que cerraban por estar en
temporada baja, pero que mandaban a alguien para recogernos y trasladarnos
hasta otro hotel de 4 estrellas. La habitación de 190 euros quedaría en los 40
que habíamos reservado (algo bueno que nos pasaba).
Alojados ya, aprovechamos esa luz del atardecer para
disfrutar de la isla. Ventanas verdes sobre casitas blancas adornaban las
calles de Parikia. Visitamos el Kastro Franco, el castillo veneciano del siglo
XIII que construyeron los cruzados en su camino a Tierra Santa durante la
Cuarta Cruzada, y una de las iglesias más bonitas e interesantes de todas las
Cícladas, la Panagia Ekatontapiliani, o iglesia de la “Virgen de las Cien
Puertas”, del año 326.
La Atlántida se encuentra en todas partes y en ninguna a la
vez. Desde el Yucatán hasta el subcontinente indio, pasando por las Azores,
España, el norte de Europa, la Antártida o las islas griegas, cada año, algún
investigador propone una nueva ubicación para este mítico continente perdido.
Es el enigma clásico por excelencia, y uno de los que más
estudios e interés ha despertado, no sólo entre los amantes del misterio, sino
que también ha arraigado en los pensamientos de la mayoría de los aficionados a
la historia y de cualquier persona en general. Creo que todo el mundo conoce la
leyenda de la Atlántida, a pesar de que todavía no se ha encontrado evidencia
alguna de su existencia. ¿O tal vez sí?
El desánimo que me invade a la hora de leer más sobre este tema
es el hecho de que cualquier hallazgo arqueológico o amago de hallazgo, hasta
que se estudian concienzudamente (si es que de verdad son ciertas esas
estructuras), siempre va al sobre de la Atlántida.
Abramos pues dicho envoltorio, y saquemos de él las
propuestas más populares y estudiadas.
La primera de ellas habla sobre un antiguo pueblo anterior a
los aztecas, llamado Aztlán, que supuestamente eran los atlantes que todo el
mundo busca. A causa del cataclismo, que todos creen, fue el causante de la desaparición
de esta misteriosa civilización, su tierra se hundió hasta lo más profundo del
Océano Atlántico, y los apátridas huyeron navegando hacia el Yucatán, donde se
asentaron y se desarrollaron para sobrevivir.
La segunda defiende que las islas Azores (Portugal) son todo
lo queda del mítico continente perdido. Hay científicos que no sólo aseguran
haber encontrado sus restos submarinos, sino que los han fotografiado. Para
ellos, lo que han captado sus cámaras, son sin ningún género de duda,
estructuras antiguas que sólo pueden haber sido obra del hombre. Según parece,
el basalto del que está formada esa tierra, hizo que se hundiera, mientras que
los continentes más antiguos, compuestos de granito, formaron una base más
sólida que el agua no pudo engullir.
Estas dos hipótesis tendrían a su favor, además, la
situación geográfica que planteó Platón, el culpable de la leyenda de la
Atlántida, quién la nombra en el Timeo
(360 a.C), que narra los viajes de Solón a Egipto. El célebre filósofo
griego menciona a la Atlántida como un poderoso reino, más allá de las Columnas
de Hércules (Estrecho de Gibraltar), donde sus súbditos tendrían un nivel
tecnológico mucho más avanzado que el resto de los pueblos. Este enclave nos
proporciona el sur de España, área de influencia de los tartessos como otro
posible aspirante.
Una tercera, allende el Atlántico, nos lleva hasta el
altiplano boliviano, y su antiguo lago Popoo, donde se encontraría la capital
atlante. En este caso, no se trataría de un hundimiento continental, más bien
de la ciudad, que, según Platón, fue construida en forma circular, a varios
niveles, separados unos de otros por canales de agua y enormes muros de acero.
En este caso tampoco faltan evidencias para los que ven en unos restos
sumergidos (calles empedradas y escaleras), estructuras que pertenecieron a la
ciudad. La famosa Bimini Road, que
mide unos 100 metros, podría ser un capricho de la naturaleza, o ciertamente
algo construido por el hombre, ¿atlante? En esta zona los atlantes basarían su
tremenda riqueza en los yacimientos de oro, plata y cobre que se hallaban en
los alrededores de esta tierra. Una tierra que también les proporcionaría el
mítico oricalco, un mítico metal más valioso incluso que el oro. Según muchos
especialistas en metales, éste no sería más que una aleación de cobre, zinc y
plomo, a pesar de que Platón aseguraba que lo sacaban de la tierra. En este
caso, podría ser ámbar.
Hay muchos investigadores que creen que el diálogo de Platón
es sólo moral, alejándose de la mera realidad. Otros, sin embargo, aceptan al
pie de la letra todas las descripciones e indicaciones del sabio griego,
aunque con matices… Ya sabéis, esta parte sí, pero esta otra no. Y así le dan
otra vuelta de tuerca al mito de la Atlántida, para colocarla en otro punto del
planeta, en este caso Santorini y las Cícladas.
En esta enésima conjetura, se propone el Mar Mediterráneo,
pero se corrige a Platón, y se fecha el desastre natural que acabó con la
Atlántida, no 9000 años antes, sino 900, en el 1450 a.C, año en que, ahora sí
les cuadra, Thera entró en erupción y arrasó todo lo que encontró a su paso
(este acontecimiento lo narraré en la entrada de Santorini). Del mismo modo se
olvida el detalle que menciona Platón, quién proyecta la existencia de esta
legendaria tierra más allá de las Columnas de Hércules. Es decir, es una
Atlántida “a la carta”, donde se decide cambiar, omitir o elucubrar con los
datos de un escrito, admitiéndolo como verdadero.
Una de las teorías más recientes indica que el continente
secreto se ocultaría bajo los hielos de la Antártida. De hecho, en este
supuesto, no sería ni un volcán, ni un tsunami, ni un terremoto lo que la
hubiera destruido, sino que el agua congelada habría cubierto toda su
superficie, cuando ésta, debido a la fuerza centrífuga de la rotación de La
Tierra, y la presión de los propios hielos, habría movido el continente desde
su posición hacia el Polo Sur. De esta manera, el suelo que antes era
habitable, se volvió estéril y frío, llegando a unas condiciones que serían
incompatibles con la vida humana. Algunos han creído (y querido) ver
formaciones circulares a través de imágenes por satélite, asegurando con
estudios detallados, de que estas estructuras son metálicas, conforme a lo que
Platón dijo el Timeo. Otros opinan
que son cráteres volcánicos naturales.
Sería un sueño encontrar algún día la Atlántida, pero como
todo premio, el valor de hacer realidad ese sueño es incalculable. Y eso hace
que afloren aventureros o investigadores sin escrúpulos, que no desaprovechan
el mínimo trozo de piedra sumergido para reclamar uno de los descubrimientos
más preciados y meritorios que el ser humano haya perseguido jamás. Otros
científicos actúan de buena fe, y realmente proclaman que están ante el
continente perdido, convencidos de ello. Y tal vez sea así…
Posiblemente estemos persiguiendo una leyenda que es
historia… ¿Pudo, ese pueblo tan avanzado, ser los minoicos? ¿O los supervivientes son los habitantes del
antiguo Egipto o el imperio azteca? Comenzaba este artículo diciendo que la
Atlántida está en todas partes, pero en ninguna a la vez… Y lo acabo
preguntándome si no habremos visto ya numerosas atlántidas.
Pero es más bonito pensar que algún día, una misteriosa civilización
emergerá de los mares para mostrarnos todos sus secretos y grandeza. Para los
que ya halláis despertado de la fantasía de la Atlántida, podéis volveros a
dormir, ya que tal vez aparezca en vuestros sueños Mu (continente perdido en el
Pacífico) o Lemuria (en el Índico).
Que tengáis dulces sueños…