Los altos precios de las excursiones nos obligaron a
renunciar a Plaza Sur. Nuestra tarjeta de crédito ya sacaba humo, de modo que
decidimos enfriarla. En un principio nos dio pena no visitar este islote
cercano a Santa Cruz, pero el destino, lejos de arrebatarnos una isla, nos
regaló otra. Sí, la misma en la que teníamos nuestro hotel, pero que con tanta
excursión no íbamos a poder explorar.
Bosque de opuntias en Santa Cruz |
La mañana comenzaba con un agradable paseo por la Laguna de
las Ninfas, unas bonitas charcas con aguas transparentes donde, a través de
pasarelas, veremos pequeñas garzas y numerosos peces de colores. Está en el
centro de Puerto Ayora, pero sorprende la paz y el silencio del que parece
haberse envuelto este rincón.
Bahía Tortuga |
El objetivo del día era llegar a Bahía Tortuga, posiblemente
(para mí seguro), la playa más bonita de la isla. El horario es de 06.00h a
18.00h, y como en todos los caminos, hace falta registrarse para que no te
pierdan la pista. Un bonito sendero asfaltado de 2.5 kilómetros, flanqueado por
opuntias gigantes (cactus), te guía hasta Playa Brava. Abierto hacia el
Pacífico, este arenal no es apto para el baño (humano), ya que el oleaje es muy
fuerte. Las iguanas marinas, sin embargo, encuentran en esta playa de arena
blanca un lugar ideal para descansar y darse un chapuzón cuando les apetece.
Una auténtica barricada de estos prehistóricos lagartos nos separaba de la otra
paradisiaca playa, donde, allí sí, los turistas tomaban el sol y se bañaban en
sus mansas aguas. Una cala preciosa, ideal para relajarse todo el día. Y para
los más inquietos, hay una esquina en la que, en medio de un bosque de opuntias
que se asoman al mar, podéis observar, con suerte, a tortugas marinas
jugueteando (en nuestro caso apareándose) o persiguiendo a algún “snorkelista”.
Patiazul e iguana marina en Bahía Tortuga |
Aparte de las omnipresentes iguanas marinas (es increíble como,
antes de llegar a las Galápagos, tiemblas de emoción cuando ves a la primera, y
luego ya, hasta te estorban 😊), allí tuvimos nuestro primer encuentro con
el piquero patiazul. Ajeno a nuestro interés, se acicalaba en la roca, mientras
su amiga la iguana daba vueltas a su alrededor, buscando el mejor sitio para
tumbarse al sol.
Las Grietas |
Y esta intensa jornada acabaría en la Estación Científica
Charles Darwin, a la que se llega andando fácilmente desde la ciudad. Con entrada
gratuita, hay como en Isabela, un centro de recuperación y crianza de tortugas
gigantes. En sus recintos, estos gigantescos reptiles descansan plácidamente a
la espera de ser puestos en libertad algún día. Parecen más adormilados que los
de Isabela, y, a diferencia de éste, los corrales están sembrados de grandes rocas que parecen dificultar su paso. Podría pensarse que esos obstáculos les impide
moverse, pero realmente son las condiciones en las que viven en su hábitat
natural.
El Solitario Jorge disecado |
Diego |
26 kilómetros andando acumulan mucho cansancio, pero aún así
tuvimos fuerzas para prepararnos una elaborada y sofisticada cena en nuestra
cocina (calentamos unas lentejas de bote), y a dormir.
Seymour Norte era, como el Solitario Jorge, mi última esperanza para ver las aves que nos
faltaban. Y no sólo lo conseguimos (excepto el alcatraz), sino que estaban tan
a nuestro alcance, que cuesta creer que no fueran marionetas de un parque
temático. Eso es lo que parecía este pequeño islote a tiro de piedra de Santa
Cruz.
Gaviota de cola bifurcada |
Fragatas |
Una vez reunidos todos, el guía nos lleva a través de un
sendero circular de 2´5 kilómetros durante los cuáles observamos todo tipo de
fragatas (en Santa Cruz se ven muchas volando), posadas, en el aire, anidando,
machos con el pecho rojo hinchado agasajando a las hembras, adultos, juveniles,
polluelos, familias enteras… En la siguiente parcela (ya os digo que parece un
zoo sin vallas) estaban las iguanas terrestres. De un color amarillento marrón,
hay muchas subespecies, algunas de las cuales están también en peligro de
extinción. Éstas son más tipo lagarto, a diferencia de las marinas, que parecen
dinosaurios. Antes de llegar al otro lado de la isla, un despistado patiazul se
nos planta en el camino. Si queremos pasar, hay que esquivarle, porque el joven
piquero no tiene intención de moverse. El color azul apagado de sus patas
delata su juventud. Los machos adultos tienen un color más intenso después de
acumular durante más años un pigmento de una especie de sardina de la que se
alimentan. Incapaces de asimilarlo, desvían este pigmento hacia sus patas,
convirtiéndose en la mejor arma de seducción. Hay otro alcatraz con las patas
rojas, pero habita en las islas más alejadas del norte del archipiélago.
Iguana terrestre |
Tras sortear al desafiante patiazul, que nos retaba firme
con su mirada, llegamos hasta unas rocas donde sus compañeros más adultos se
ocupaban de asuntos de mayores. Dos machos se empleaban a fondo para captar la
atención de una hembra. De no ser porque hay que tratar de hacer el menos ruido
posible (aunque no se asustan), nuestras mudas sonrisas se hubieran convertido
en ruidosas carcajadas. La posición desafiante del joven que se nos plantó en
medio del camino nos provocó un momento muy cómico, pero el baile del cortejo
es todo un espectáculo.
Patiazul en plena danza del cortejo |
Todavía mirando hacia atrás, nos aparecen varios leones marinos chapoteando y jugando entre las rocas. Así volvemos a nuestra lancha, que nos acerca hasta el barco para nuestro almuerzo, después del cual hacemos un desembarco en mojado (a lo Navy Seal) en la playa de Las Bachas, ya en Santa Cruz, para hacer snorkel. Esta vez teníamos como compañeros de viaje a turistas ingleses, y tuvimos una agradable conversación con un hombre de Birmingham que hablaba castellano porque estaba casado con una chilena. Dimos un bonito paseo por la playa echándonos unas risas con él. Tras una hora, regresamos al King Marine para merendar y volver a Puerto Ayora.
Playa de Las Bachas, Santa Cruz |
Antes de acabar el día, y nuestra maravillosa estancia en
las Galápagos, todavía nos quedaba tiempo para ir al mercado de pescadores para
ver cómo alimentan a los voraces pelícanos y leones marinos (más bien ellos
roban el pescado a los comerciantes).
Sin duda, el archipiélago ecuatoriano es un remanso de paz y
un tesoro de la naturaleza que todos los humanos debemos respetar y proteger.
Actualmente, el Gobierno ha puesto muchas trabas para
establecerse en las islas. Si n has nacido allí, sólo puedes vivir durante 5
años (creo recordar) con un permiso de trabajo. Después de que éste expire, debes salir durante
dos años, antes de regresar. La otra opción es casarte con un/una galapagueña.
Conscientes del tirón turístico que tiene este destino, las autoridades tratan
de evitar así la sobreexplotación de la isla y otras consecuencias muy
negativas que este flujo de personas traería sobre este paraíso animal.
Esperemos que este rincón mágico lleno de animales
fantásticos permanezca lejos del alcance de la codicia humana.
LAS TRES MUERTES SIN RESOLVER DE FLOREANA
La historia que vais a leer a continuación bien podría
tratarse del guion de una película de Alfred Hitchcock o el contenido de un
libro de Agatha Christie. En ella se mezclan baronesas sin pudor, familias
“robinsones” y médicos extravagantes (con algún personaje más), en una pequeña
isla perdida en medio de Pacífico, que será el escenario de misteriosos
crímenes, que más de 80 años después, siguen sin resolverse.
El primer actor que entra en escena, y en la isla, es
Friedich Ritter, un excéntrico dentista que decide huir de Alemania para
empezar una nueva vida en las Galápagos. Le acompaña una paciente de la que se
enamora y que comparte sus ideales naturalistas de una vida sana y tranquila,
lejos del ajetreo de la bulliciosa y poblada Berlín. Dore, al igual que su
nuevo amor, no dudó en abandonar a su cónyuge para huir a una isla desierta,
lejos del mundo civilizado. Temeroso de que a través de la boca le entraran
caries u otras infecciones más graves que pudieran poner en peligro su salud,
el médico y su compañera sentimental decidieron arrancarse todos sus dientes.
Se cuenta que se confeccionaron una dentadura postiza de acero, que no tenían
escrúpulos en compartir.
A pesar de las expectativas de una nueva vida relajada, el
paraíso que soñaron no parecía estar en la isla de Floreana. Vivir de la
naturaleza implica que ésta sea generosa contigo, y en este caso, el terreno en
el que habían desembarcado no parecía el idóneo para plantar vegetales. Los
comienzos no fueron fáciles, pero aún así, se las apañaron para sobrevivir.
Admiradores de Nietzsche, pasaban sus ratos libres leyendo al filósofo alemán,
y escribiendo artículos sobre esa maravillosa isla donde se habían asentado, los
cuales enviaban a Europa a través de los pocos barcos que recalaban en ese
pequeño rincón del Pacífico.
Nos situamos en el año 1929. Con el mundo recién salido de
una guerra y a las puertas de otra, aún más destructiva, el gobierno
ecuatoriano apenas ponía impedimentos burocráticos para que la gente se
instalara en unas estériles y áridas tierras, que sólo eran utilizadas por
piratas y bucaneros para esconderse después de perpetrar sus fechorías.
Estas crónicas llamaron la atención de una familia (los
Wittmer), que seducidos por las bondades que prometía Floreana, no dudaron en
trasladarse hasta allí con su hijo, para acondicionar un hogar en una de estas
grutas que dieron cobijo a piratas. Y es en ese agujero donde oficialmente
nació el primer ciudadano de Santa María o Charles, como también se la
denomina. Los Wittmer, que llegaron en 1932, aumentaron la familia, convencidos
de que su nueva patria era el lugar más idóneo para criar a sus hijos.
A pesar de los típicos roces de vecinos, la convivencia no
fue especialmente conflictiva. Pero todo cambió cuando llegó a la isla la
autoproclamada baronesa Eloise Von Wagner. La dama austriaca, muy liberal con
el sexo opuesto, dio tumbos por media Europa intentando conquistar a pudientes
caballeros que le introdujeran en la espiral de lujo y excesos buena vida a la que ella
aspiraba. Viendo que sus intentos no obtenían los resultados esperados, oyó
hablar en París de una bella isla desierta. Algún millonario solía fondear en
sus playas, y no tardó mucho en idear un plan para sacar negocio de esas
visitas. El Hacienda Paradiso iba a
ser un hotel de lujo en el que las clases más pudientes irían a reunirse en
aquel paraíso tropical. Se convertiría en el punto de encuentro de los
aventureros adinerados que se acercaban hasta la isla.
Bien escoltada por sus dos amantes y un sirviente ecuatoriano,
la baronesa llegó a la isla en una embarcación de la que no dudó en tirarse
desnuda para llegar hasta la orilla. Su afición por andar sin ropa (llevaba
sólo su pistola y su anillo con zafiro) y su actitud arrogante y autoritaria no
congenió bien con sus nuevos vecinos, que veían cómo la mujer adoptada
comportamientos demasiado seductores y paseaba su lujuria y desenfreno sin
ningún tipo de pudor. Incluso llegó a rodar una película como dios la trajo al
mundo. A pesar de que el dentista y su novia tampoco solían llevar mucha ropa,
hasta para los modernos Adán y Eva,
el atrevimiento de la Baronesa cómo la llamaban, era excesivo. Con ella llegó
el escándalo.
Comenzaron a surgir rencillas, y… cadáveres. La familia
Wittmer, que vivía en el lado opuesto de la isla, apenas tuvo fricciones con la
baronesa, pero el doctor Friedrich Ritter y Dore Strauch no soportaban las
continuas aventuras amorosas que la aristócrata tenía con los visitantes que
llegaban en barco. Eso sí, no con todos. Sólo con millonarios o reporteros que
pudieran hacerle publicidad. Se cuenta que se negó a ayudar a una pareja de
recién casados, que, por error, llegaron a Floreana cuando trataban de llegar a
otra isla. Los devolvió al mar sin ningún tipo de escrúpulo.
Friedrich y Dore habían salido de Alemania, huyendo
precisamente de la sociedad, y aquella “dama” estaba atrayendo demasiada
atención mediática hacia la isla. Fiestas, orgias, cacerías (en una de ellas
hirió por accidente a un turista) … Incluso se la acusó de robar pertenencias
de los otros colonos. Con tal panorama, decidieron mandar una carta al
gobernador de las Galápagos para denunciar la situación. Pero el funcionario,
cuando llegó a la isla, lejos de dar una solución a los desesperados vecinos,
fue igualmente seducido por Eloise, dando carpetazo al asunto sin efectuar
ningún tipo de acción contra ella.
Para enrarecer aún más el ambiente, Lorenz, el amante rubio
y delgado, comenzó a tener celos de Phillipson, el moreno y musculado. Le
estaban dejando en un segundo plano, y eso no le gustó. Sus continuas disputas
acababan con el joven Lorenz triste y desconsolado, llorando en casa de los
Wittmer, donde permanecía días hasta que la caprichosa Baronesa iba a buscarle
personalmente para convencerle de que volviera a su lado.
Con todos estos explosivos mezclados en una caja de
cerillas, era cuestión de tiempo que el más mínimo roce prendiera la chispa que
hiciera estallar todo por los aires.
Hasta aquí, parece que todo el mundo cuenta la misma
historia. Lo que viene a continuación, puede que sea sólo una de las decenas de
versiones que se cuentan del drama. Lo que sí es cierto, es el trágico balance
que dejó la fatídica convivencia: tres muertos y dos desaparecidos.
En marzo de 1934, un año después de su llegada, la Baronesa
desapareció repentinamente con su amante Phillipson. Margret Wittmer aseguró
que la polémica Eloise y su querido favorito le habían dicho que unos amigos
millonarios les iban a llevar a Tahití (donde nunca nadie los vio). El problema
es que nadie vio arribar ese supuesto yate, y lo más sospechoso fue que, amante
del lujo, la Baronesa decidiera dejar todas sus pertenencias atrás. A pesar de
su enfrentamiento, Dore acusó a Lorenz de haber asesinado a la pareja, y a los
Wittmer de encubrir dicho asesinato. A su vez, la madre de familia, se defendió
contraatacando, y recordó el odio que el dentista y Dore sentían por la
Baronesa, y como, tras su desaparición, se repartieron sus bienes con Lorenz.
El cruce de acusaciones hizo sospechosos a todos, de modo
que Valdivieso, el sirviente, huyó de la isla en el primer barco que salió
hacia Ecuador, y Lorenz convenció a un pescador noruego para que le llevará a
otra isla (San Cristóbal), donde tenían la intención de coger un ferry a
Guayaquil.
Pero la pérdida de la Baronesa no se llevó los problemas ni
las muertes de la isla. Ocho meses más tarde, el dentista Ritter aparecía
muerto. Había sido envenenado cuando comía pollo. El problema, es que era
vegetariano. Las rencillas con los Wittmer volvían a surgir. Preguntada por el
suceso, Dore afirmó que, al no poder cultivar sus verduras por la extrema
aridez de la tierra, se vieron forzados a cocinar unos pollos muertos que
habían encontrado tirados. La explicación no alejó las suspicacias de Margret,
que seguía recelando de la compañera de Friedrich. Le extrañó que la mujer
tuviera una salud perfecta habiendo comido lo mismo que su compañero. Mientras
Dore afirmaba que estaba profundamente enamorada del dentista, la señora Wittmer
opinaba lo contrario. Según ella, la relación se había deteriorado tanto, que
Ritter, en su lecho de muerte, había maldecido a su pareja.
Al no haber policía en Floreana, no se pudo o no interesó
investigar nada. Dore regresó inmediatamente a Alemania, donde escribió un
libro sobre su experiencia en Galápagos, en el que no cuenta nada relevante
sobre lo sucedido en la pequeña isla. La publicación fue un rotundo fracaso, y
ella murió en 1943 sin confesar nada.
Los Wittmer se quedaron en Floreana, donde hicieron fortuna
cuando el boom turístico llegó a las Galápagos. Hoy día, todavía sus
descendientes poseen un hotel en la isla que acoge a los afortunados viajeros
que llegan hasta, ahora sí, este pequeño paraíso. Margret también escribió un
libro en el que contó su versión de la historia, que tuvo más éxito que el de Dore,
y vivió en Floreana hasta su muerte, a la edad de 96 años.
Sí, sólo he mencionado una muerte y cuatro desaparecidos.
¿Qué ocurrió con los otros protagonistas de esta increíble historia? Meses más
tarde de que ocurrieran los hechos, se encontró un bote abandonado en las
playas de la isla de Marchena. Junto a él, tirados en la playa, los cuerpos
momificados de dos personas. Se trataba de… Lorenz y el pescador noruego. Llama
la atención su ubicación en esa playa, en esa isla, lejos de la ruta que les
llevaba hasta San Cristóbal. Nadie sabe cómo acabaron allí.
En cuanto a la Baronesa y a su amante Phillipson, sigue sin
conocerse, a día de hoy, su paradero. Desaparecieron en el mar, y nadie sabe
que fue de ellos.
Una historia tan enigmática como dramática que nos hace
ponernos en la piel de un detective para averiguar quién o quienes fueron los
asesinos de esas 3 (o 5) personas que llegaron a un pequeño paraíso y se
encontraron un gran infierno.
Si queréis conocer algo más sobre esta macabra historia, hay
un documental de dos horas titulado El
affaire Galápagos: Satán vino al edén, que estuvo preseleccionado para los Oscar.
Actualmente, Floreana parece disfrutar de un ambiente más
sereno, y sus aproximadamente 200 vecinos que habitan la isla no se han vuelto
a ver inmersos en una historia tan truculenta como la que protagonizaron los
primeros colonos. La paz ha vuelto a Floreana…