miércoles, 27 de diciembre de 2017

ECUADOR - Galápagos (2) - Las tres muertes sin resolver de los primeros colonos de Floreana.


ECUADOR - GALÁPAGOS



Iguana marina

Los altos precios de las excursiones nos obligaron a renunciar a Plaza Sur. Nuestra tarjeta de crédito ya sacaba humo, de modo que decidimos enfriarla. En un principio nos dio pena no visitar este islote cercano a Santa Cruz, pero el destino, lejos de arrebatarnos una isla, nos regaló otra. Sí, la misma en la que teníamos nuestro hotel, pero que con tanta excursión no íbamos a poder explorar.


Bosque de opuntias en Santa Cruz

La mañana comenzaba con un agradable paseo por la Laguna de las Ninfas, unas bonitas charcas con aguas transparentes donde, a través de pasarelas, veremos pequeñas garzas y numerosos peces de colores. Está en el centro de Puerto Ayora, pero sorprende la paz y el silencio del que parece haberse envuelto este rincón.



Bahía Tortuga

El objetivo del día era llegar a Bahía Tortuga, posiblemente (para mí seguro), la playa más bonita de la isla. El horario es de 06.00h a 18.00h, y como en todos los caminos, hace falta registrarse para que no te pierdan la pista. Un bonito sendero asfaltado de 2.5 kilómetros, flanqueado por opuntias gigantes (cactus), te guía hasta Playa Brava. Abierto hacia el Pacífico, este arenal no es apto para el baño (humano), ya que el oleaje es muy fuerte. Las iguanas marinas, sin embargo, encuentran en esta playa de arena blanca un lugar ideal para descansar y darse un chapuzón cuando les apetece. Una auténtica barricada de estos prehistóricos lagartos nos separaba de la otra paradisiaca playa, donde, allí sí, los turistas tomaban el sol y se bañaban en sus mansas aguas. Una cala preciosa, ideal para relajarse todo el día. Y para los más inquietos, hay una esquina en la que, en medio de un bosque de opuntias que se asoman al mar, podéis observar, con suerte, a tortugas marinas jugueteando (en nuestro caso apareándose) o persiguiendo a algún “snorkelista”.

Patiazul e iguana marina en Bahía Tortuga

Aparte de las omnipresentes iguanas marinas (es increíble como, antes de llegar a las Galápagos, tiemblas de emoción cuando ves a la primera, y luego ya, hasta te estorban 😊), allí tuvimos nuestro primer encuentro con el piquero patiazul. Ajeno a nuestro interés, se acicalaba en la roca, mientras su amiga la iguana daba vueltas a su alrededor, buscando el mejor sitio para tumbarse al sol.

Las Grietas
Para ir hasta la siguiente playa hubo que coger un taxi acuático (0.80 centavos). Serpenteando entre grandes veleros de época y yates de lujo en los que dejaban y cogían pasajeros que iban y venían de Puerto Ayora, llegamos hasta la Playa de los Alemanes, otra solitaria, tranquila y bella playa de la que disfrutan principalmente los afortunados huéspedes del Finch Bay Hotel, uno de los más exclusivos de la isla. Atravesando una salitrera descubrimos un paisaje geológico impresionante. En Las Grietas, una hendidura llena de agua, podéis bañaros entre peces de colores, lejos de la multitud. El camino sigue más allá hasta un mirador desde el que se divisa Puerto Ayora. Los opuntias gigantes os acompañarán durante todo el trayecto.

Y esta intensa jornada acabaría en la Estación Científica Charles Darwin, a la que se llega andando fácilmente desde la ciudad. Con entrada gratuita, hay como en Isabela, un centro de recuperación y crianza de tortugas gigantes. En sus recintos, estos gigantescos reptiles descansan plácidamente a la espera de ser puestos en libertad algún día. Parecen más adormilados que los de Isabela, y, a diferencia de éste, los corrales están sembrados de grandes rocas que parecen dificultar su paso. Podría pensarse que esos obstáculos les impide moverse, pero realmente son las condiciones en las que viven en su hábitat natural. 



El complejo es muy didáctico, y allí aprenderéis mucho sobre estos magníficos animales. Hay paneles que explican sus características, su evolución y su historia. Muy recomendable. Aunque la verdadera estrella del centro es el Solitario Jorge, el ejemplar de tortuga gigante más famoso de la historia. Y no lo era ni por su tamaño ni por su edad (unos 120 -130 años), sino por ser el último de su especie. Procedente de la isla Pinta, el Solitario Jorge no fue capaz de evitar la extinción de su subespecie. Como último superviviente sus intentos de procrear con otras hembras (aunque no eran como él) fueron estériles, y ni siquiera una última tentativa a la desesperada de una bióloga belga pudo hacer que el pobre animal inseminara a sus acompañantes. La especialista, traída expresamente desde Europa para estimularle manualmente, también falló. El canal seminal era muy corto y no pudo perpetuar su especie.

El Solitario Jorge disecado

El Solitario Jorge apareció en 1971 cuando ya todos los biólogos pensaban que su especie se había perdido. En el centro desde 1972 hasta 2012, cuando murió, vivió con la única misión por parte de sus cuidadores de tener descendencia. Por desgracia, se fue sin dejarla, y su cuerpo se envió a Estados Unidos, donde mejor sabían embalsamarlo. A cambio de todos los gastos que el proceso requería, el gobierno americano sólo pidió tenerlo durante una temporada en su país para exponerlo, tras la cual fue devuelto a Galápagos, donde descansa, sonriente, en una vitrina especialmente climatizada para él, en la Estación Científica Charles Darwin.

Diego
Diego ha cogido ahora el relevo del Solitario Jorge, convirtiéndose en la nueva estrella de las tortugas gigantes. A diferencia del ejemplar de la isla de Pinta, Diego sí parece poseer una buena capacidad de inseminación, puesto que se le atribuyen más de 800 hijos hasta la fecha, evitando así que se repita la desgracia de su tristemente compañero desaparecido. La misma historia, pero con final feliz. Miles de ejemplares de la especie de Diego habitaban la isla de La Española. Pero en 1960 ya sólo quedaban vivos 14 (12 hembras y 2 machos). Puestos rápidamente en cautiverio, su reproducción fue tan difícil que los responsables del programa tuvieron que hacer una llamada de auxilio a todos los zoos del mundo para encontrar a la última esperanza de la especie… Es entonces cuando el zoológico de San Diego acudió al rescate con Diego (se llama así por su procedencia). Gracias a él (y a su harén de tres hembras), la isla de La Española se ha repoblado con más de 2000 tortugas, y el número, hoy en día, sigue en aumento. Mientras, nuestro héroe, ya un poco viejito, sigue cumpliendo en su hogar de la Estación Científica Charles Darwin, desde donde nos mira, ajeno a nuestro interés por sus proezas.


26 kilómetros andando acumulan mucho cansancio, pero aún así tuvimos fuerzas para prepararnos una elaborada y sofisticada cena en nuestra cocina (calentamos unas lentejas de bote), y a dormir.

Seymour Norte era, como el Solitario Jorge, mi última esperanza para ver las aves que nos faltaban. Y no sólo lo conseguimos (excepto el alcatraz), sino que estaban tan a nuestro alcance, que cuesta creer que no fueran marionetas de un parque temático. Eso es lo que parecía este pequeño islote a tiro de piedra de Santa Cruz.

Gaviota de cola bifurcada
Esta vez el King Marine no zarpaba de Puerto Ayora. Un autobús atravesó la isla (el mismo camino que hacia el aeropuerto), para llegar hasta el muelle de mercancías. En 45 minutos de navegación muy suave llegamos a BirdWorld, es decir, Seymour Norte. Desembarcamos en nuestra lancha neumática, y nada más poner el pie en la roca árida del islote, vemos como una gaviota de cola bifurcada acondiciona pacientemente su nidito a escasos centímetros de nuestra posición. El característico círculo rojo que rodea sus ojos le permite cazar de noche. Junto a ella, otras gaviotinas corretean sobre el agua. Éstas tienen las patas rojas por su alimentación basada en los camarones.




Fragatas


Una vez reunidos todos, el guía nos lleva a través de un sendero circular de 2´5 kilómetros durante los cuáles observamos todo tipo de fragatas (en Santa Cruz se ven muchas volando), posadas, en el aire, anidando, machos con el pecho rojo hinchado agasajando a las hembras, adultos, juveniles, polluelos, familias enteras… En la siguiente parcela (ya os digo que parece un zoo sin vallas) estaban las iguanas terrestres. De un color amarillento marrón, hay muchas subespecies, algunas de las cuales están también en peligro de extinción. Éstas son más tipo lagarto, a diferencia de las marinas, que parecen dinosaurios. Antes de llegar al otro lado de la isla, un despistado patiazul se nos planta en el camino. Si queremos pasar, hay que esquivarle, porque el joven piquero no tiene intención de moverse. El color azul apagado de sus patas delata su juventud. Los machos adultos tienen un color más intenso después de acumular durante más años un pigmento de una especie de sardina de la que se alimentan. Incapaces de asimilarlo, desvían este pigmento hacia sus patas, convirtiéndose en la mejor arma de seducción. Hay otro alcatraz con las patas rojas, pero habita en las islas más alejadas del norte del archipiélago.


Iguana terrestre

Tras sortear al desafiante patiazul, que nos retaba firme con su mirada, llegamos hasta unas rocas donde sus compañeros más adultos se ocupaban de asuntos de mayores. Dos machos se empleaban a fondo para captar la atención de una hembra. De no ser porque hay que tratar de hacer el menos ruido posible (aunque no se asustan), nuestras mudas sonrisas se hubieran convertido en ruidosas carcajadas. La posición desafiante del joven que se nos plantó en medio del camino nos provocó un momento muy cómico, pero el baile del cortejo es todo un espectáculo.

Patiazul en plena danza del cortejo

Todavía mirando hacia atrás, nos aparecen varios leones marinos chapoteando y jugando entre las rocas. Así volvemos a nuestra lancha, que nos acerca hasta el barco para nuestro almuerzo, después del cual hacemos un desembarco en mojado (a lo Navy Seal) en la playa de Las Bachas, ya en Santa Cruz, para hacer snorkel. Esta vez teníamos como compañeros de viaje a turistas ingleses, y tuvimos una agradable conversación con un hombre de Birmingham que hablaba castellano porque estaba casado con una chilena. Dimos un bonito paseo por la playa echándonos unas risas con él. Tras una hora, regresamos al King Marine para merendar y volver a Puerto Ayora.

Playa de Las Bachas, Santa Cruz

Antes de acabar el día, y nuestra maravillosa estancia en las Galápagos, todavía nos quedaba tiempo para ir al mercado de pescadores para ver cómo alimentan a los voraces pelícanos y leones marinos (más bien ellos roban el pescado a los comerciantes).

Sin duda, el archipiélago ecuatoriano es un remanso de paz y un tesoro de la naturaleza que todos los humanos debemos respetar y proteger.




      

      




   

Actualmente, el Gobierno ha puesto muchas trabas para establecerse en las islas. Si n has nacido allí, sólo puedes vivir durante 5 años (creo recordar) con un permiso de trabajo. Después de que éste expire, debes salir durante dos años, antes de regresar. La otra opción es casarte con un/una galapagueña. Conscientes del tirón turístico que tiene este destino, las autoridades tratan de evitar así la sobreexplotación de la isla y otras consecuencias muy negativas que este flujo de personas traería sobre este paraíso animal.

Esperemos que este rincón mágico lleno de animales fantásticos permanezca lejos del alcance de la codicia humana.




LAS TRES MUERTES SIN RESOLVER DE FLOREANA



La historia que vais a leer a continuación bien podría tratarse del guion de una película de Alfred Hitchcock o el contenido de un libro de Agatha Christie. En ella se mezclan baronesas sin pudor, familias “robinsones” y médicos extravagantes (con algún personaje más), en una pequeña isla perdida en medio de Pacífico, que será el escenario de misteriosos crímenes, que más de 80 años después, siguen sin resolverse.




El primer actor que entra en escena, y en la isla, es Friedich Ritter, un excéntrico dentista que decide huir de Alemania para empezar una nueva vida en las Galápagos. Le acompaña una paciente de la que se enamora y que comparte sus ideales naturalistas de una vida sana y tranquila, lejos del ajetreo de la bulliciosa y poblada Berlín. Dore, al igual que su nuevo amor, no dudó en abandonar a su cónyuge para huir a una isla desierta, lejos del mundo civilizado. Temeroso de que a través de la boca le entraran caries u otras infecciones más graves que pudieran poner en peligro su salud, el médico y su compañera sentimental decidieron arrancarse todos sus dientes. Se cuenta que se confeccionaron una dentadura postiza de acero, que no tenían escrúpulos en compartir.


A pesar de las expectativas de una nueva vida relajada, el paraíso que soñaron no parecía estar en la isla de Floreana. Vivir de la naturaleza implica que ésta sea generosa contigo, y en este caso, el terreno en el que habían desembarcado no parecía el idóneo para plantar vegetales. Los comienzos no fueron fáciles, pero aún así, se las apañaron para sobrevivir. Admiradores de Nietzsche, pasaban sus ratos libres leyendo al filósofo alemán, y escribiendo artículos sobre esa maravillosa isla donde se habían asentado, los cuales enviaban a Europa a través de los pocos barcos que recalaban en ese pequeño rincón del Pacífico.


Nos situamos en el año 1929. Con el mundo recién salido de una guerra y a las puertas de otra, aún más destructiva, el gobierno ecuatoriano apenas ponía impedimentos burocráticos para que la gente se instalara en unas estériles y áridas tierras, que sólo eran utilizadas por piratas y bucaneros para esconderse después de perpetrar sus fechorías.


Estas crónicas llamaron la atención de una familia (los Wittmer), que seducidos por las bondades que prometía Floreana, no dudaron en trasladarse hasta allí con su hijo, para acondicionar un hogar en una de estas grutas que dieron cobijo a piratas. Y es en ese agujero donde oficialmente nació el primer ciudadano de Santa María o Charles, como también se la denomina. Los Wittmer, que llegaron en 1932, aumentaron la familia, convencidos de que su nueva patria era el lugar más idóneo para criar a sus hijos.


A pesar de los típicos roces de vecinos, la convivencia no fue especialmente conflictiva. Pero todo cambió cuando llegó a la isla la autoproclamada baronesa Eloise Von Wagner. La dama austriaca, muy liberal con el sexo opuesto, dio tumbos por media Europa intentando conquistar a pudientes caballeros que le introdujeran en la espiral de lujo y excesos buena vida a la que ella aspiraba. Viendo que sus intentos no obtenían los resultados esperados, oyó hablar en París de una bella isla desierta. Algún millonario solía fondear en sus playas, y no tardó mucho en idear un plan para sacar negocio de esas visitas. El Hacienda Paradiso iba a ser un hotel de lujo en el que las clases más pudientes irían a reunirse en aquel paraíso tropical. Se convertiría en el punto de encuentro de los aventureros adinerados que se acercaban hasta la isla.


Bien escoltada por sus dos amantes y un sirviente ecuatoriano, la baronesa llegó a la isla en una embarcación de la que no dudó en tirarse desnuda para llegar hasta la orilla. Su afición por andar sin ropa (llevaba sólo su pistola y su anillo con zafiro) y su actitud arrogante y autoritaria no congenió bien con sus nuevos vecinos, que veían cómo la mujer adoptada comportamientos demasiado seductores y paseaba su lujuria y desenfreno sin ningún tipo de pudor. Incluso llegó a rodar una película como dios la trajo al mundo. A pesar de que el dentista y su novia tampoco solían llevar mucha ropa, hasta para los modernos Adán y Eva, el atrevimiento de la Baronesa cómo la llamaban, era excesivo. Con ella llegó el escándalo.


Comenzaron a surgir rencillas, y… cadáveres. La familia Wittmer, que vivía en el lado opuesto de la isla, apenas tuvo fricciones con la baronesa, pero el doctor Friedrich Ritter y Dore Strauch no soportaban las continuas aventuras amorosas que la aristócrata tenía con los visitantes que llegaban en barco. Eso sí, no con todos. Sólo con millonarios o reporteros que pudieran hacerle publicidad. Se cuenta que se negó a ayudar a una pareja de recién casados, que, por error, llegaron a Floreana cuando trataban de llegar a otra isla. Los devolvió al mar sin ningún tipo de escrúpulo.






Friedrich y Dore habían salido de Alemania, huyendo precisamente de la sociedad, y aquella “dama” estaba atrayendo demasiada atención mediática hacia la isla. Fiestas, orgias, cacerías (en una de ellas hirió por accidente a un turista) … Incluso se la acusó de robar pertenencias de los otros colonos. Con tal panorama, decidieron mandar una carta al gobernador de las Galápagos para denunciar la situación. Pero el funcionario, cuando llegó a la isla, lejos de dar una solución a los desesperados vecinos, fue igualmente seducido por Eloise, dando carpetazo al asunto sin efectuar ningún tipo de acción contra ella.


Para enrarecer aún más el ambiente, Lorenz, el amante rubio y delgado, comenzó a tener celos de Phillipson, el moreno y musculado. Le estaban dejando en un segundo plano, y eso no le gustó. Sus continuas disputas acababan con el joven Lorenz triste y desconsolado, llorando en casa de los Wittmer, donde permanecía días hasta que la caprichosa Baronesa iba a buscarle personalmente para convencerle de que volviera a su lado.


Con todos estos explosivos mezclados en una caja de cerillas, era cuestión de tiempo que el más mínimo roce prendiera la chispa que hiciera estallar todo por los aires.
Hasta aquí, parece que todo el mundo cuenta la misma historia. Lo que viene a continuación, puede que sea sólo una de las decenas de versiones que se cuentan del drama. Lo que sí es cierto, es el trágico balance que dejó la fatídica convivencia: tres muertos y dos desaparecidos.
En marzo de 1934, un año después de su llegada, la Baronesa desapareció repentinamente con su amante Phillipson. Margret Wittmer aseguró que la polémica Eloise y su querido favorito le habían dicho que unos amigos millonarios les iban a llevar a Tahití (donde nunca nadie los vio). El problema es que nadie vio arribar ese supuesto yate, y lo más sospechoso fue que, amante del lujo, la Baronesa decidiera dejar todas sus pertenencias atrás. A pesar de su enfrentamiento, Dore acusó a Lorenz de haber asesinado a la pareja, y a los Wittmer de encubrir dicho asesinato. A su vez, la madre de familia, se defendió contraatacando, y recordó el odio que el dentista y Dore sentían por la Baronesa, y como, tras su desaparición, se repartieron sus bienes con Lorenz.
El cruce de acusaciones hizo sospechosos a todos, de modo que Valdivieso, el sirviente, huyó de la isla en el primer barco que salió hacia Ecuador, y Lorenz convenció a un pescador noruego para que le llevará a otra isla (San Cristóbal), donde tenían la intención de coger un ferry a Guayaquil.


Pero la pérdida de la Baronesa no se llevó los problemas ni las muertes de la isla. Ocho meses más tarde, el dentista Ritter aparecía muerto. Había sido envenenado cuando comía pollo. El problema, es que era vegetariano. Las rencillas con los Wittmer volvían a surgir. Preguntada por el suceso, Dore afirmó que, al no poder cultivar sus verduras por la extrema aridez de la tierra, se vieron forzados a cocinar unos pollos muertos que habían encontrado tirados. La explicación no alejó las suspicacias de Margret, que seguía recelando de la compañera de Friedrich. Le extrañó que la mujer tuviera una salud perfecta habiendo comido lo mismo que su compañero. Mientras Dore afirmaba que estaba profundamente enamorada del dentista, la señora Wittmer opinaba lo contrario. Según ella, la relación se había deteriorado tanto, que Ritter, en su lecho de muerte, había maldecido a su pareja.
Al no haber policía en Floreana, no se pudo o no interesó investigar nada. Dore regresó inmediatamente a Alemania, donde escribió un libro sobre su experiencia en Galápagos, en el que no cuenta nada relevante sobre lo sucedido en la pequeña isla. La publicación fue un rotundo fracaso, y ella murió en 1943 sin confesar nada.
Los Wittmer se quedaron en Floreana, donde hicieron fortuna cuando el boom turístico llegó a las Galápagos. Hoy día, todavía sus descendientes poseen un hotel en la isla que acoge a los afortunados viajeros que llegan hasta, ahora sí, este pequeño paraíso. Margret también escribió un libro en el que contó su versión de la historia, que tuvo más éxito que el de Dore, y vivió en Floreana hasta su muerte, a la edad de 96 años.
Sí, sólo he mencionado una muerte y cuatro desaparecidos. ¿Qué ocurrió con los otros protagonistas de esta increíble historia? Meses más tarde de que ocurrieran los hechos, se encontró un bote abandonado en las playas de la isla de Marchena. Junto a él, tirados en la playa, los cuerpos momificados de dos personas. Se trataba de… Lorenz y el pescador noruego. Llama la atención su ubicación en esa playa, en esa isla, lejos de la ruta que les llevaba hasta San Cristóbal. Nadie sabe cómo acabaron allí.
En cuanto a la Baronesa y a su amante Phillipson, sigue sin conocerse, a día de hoy, su paradero. Desaparecieron en el mar, y nadie sabe que fue de ellos.
Una historia tan enigmática como dramática que nos hace ponernos en la piel de un detective para averiguar quién o quienes fueron los asesinos de esas 3 (o 5) personas que llegaron a un pequeño paraíso y se encontraron un gran infierno.
Si queréis conocer algo más sobre esta macabra historia, hay un documental de dos horas titulado El affaire Galápagos: Satán vino al edén, que estuvo preseleccionado para los Oscar.
Actualmente, Floreana parece disfrutar de un ambiente más sereno, y sus aproximadamente 200 vecinos que habitan la isla no se han vuelto a ver inmersos en una historia tan truculenta como la que protagonizaron los primeros colonos. La paz ha vuelto a Floreana…