FINLANDIA - HELSINKI
Diciembre 2008Panorámica del centro de Helsinki |
El cine, a veces nos sorprende con alguna película en la que
surge un actor secundario que logra eclipsar al personaje principal con su
fuerza interpretativa, con su talento, su frescura y su naturalidad.
Así es como mejor podría definir nuestra visión de Helsinki.
Una grata sorpresa la que nos deparó la capital finlandesa. En aquel puente
largo de diciembre, nuestro objetivo era conocer la bella Tallin. La capital
estonia, con su historia y su arquitectura medieval, era la principal atracción
de nuestro viaje. Aprovechamos las buenas conexiones que tenía la ciudad
báltica con Helsinki para sumar esta última urbe a nuestra ruta. El vuelo a
Finlandia era mucho más cómodo y barato, de modo que sólo tuvimos que añadir un
pequeño trayecto en ferry hasta Estonia para llegar a Tallin.
Casa en un islote del Golfo |
Aunque la fría ciudad escandinava no puede competir en
monumentos con Tallin, logró desviar nuestra atención, que estaba predestinada,
casi en exclusiva, hacia la otra orilla del Golfo de Finlandia, y cautivarnos
con su sencillez.
Llegamos al aeropuerto a la una de la madrugada, y después
de descansar unas horitas, nos dirigimos hacia la bonita catedral luterana que
preside la Plaza del Senado. Imponente, esta edificación del siglo XIX fue
construida en honor al zar ruso Nicolás I, cuando Finlandia estaba todavía bajo
la soberanía del Imperio Ruso (se independizó en 1917, durante la Revolución
Bolchevique). La catedral de culto evangélico es realmente espectacular. Y el
cielo azul eléctrico de aquel preludio de amanecer nos ofreció un momento inolvidable
entre el silencio de una ciudad todavía dormida y la primera luz invernal del
día. La decoración navideña puso el toque mágico al momento que vivimos
sentados en las escaleras de la plaza, a los pies de las grandiosas columnas
blancas de la catedral. Lamentablemente, no pudimos acceder al interior, ya que
un fuerte despliegue policial nos lo impidió. Al ser el Día de la
Independencia, probablemente, algún político se encontraba visitándola en
aquellos instantes.
Catedral Luterana |
Catedral de Uspenski |
El paseo continuó por la Ópera y la pista de patinaje, donde
los niños se deslizaban por el hielo como si hubieran nacido sobre él (de
hecho, muchos lo habrán hecho). Y en el puerto nos encontramos (aparte de algún
valiente que se bañaba desnudo en las aguas heladas del dique), un pequeño
barco de época que nos maravilló. La nave antigua, de 1920, y pintada de color
rojo, había sido restaurada y convertida en cafetería-museo. En el interior,
tan acogedor como impecablemente decorado, pudimos protegernos del frío y tomar
un delicioso café que nos calentó el cuerpo. La embarcación parecía sacada de
un tebeo de Tintín. Sólo faltaba el Capitán Haddock para imaginarte que estabas
en medio de una aventura del famoso personaje de cómic.
En los Harbours teníamos que sacar los billetes de ferry a
Tallin. Hay varias opciones, pero la que mejor nos cuadraba era la de la
compañía Linda Line. Después de asegurarnos los pasajes, fuimos a comer a un restaurante
hindú. No soy muy fan de esta comida, pero decidí darle otra oportunidad,
confiando en que el picante de Finlandia fuera más suave (tal vez adaptándolo a
los estómagos europeos) que el de la India. Pero el curry tenía la misma fuerza
que en el país asiático☹.
Con mi paladar todavía ardiendo, emprendemos camino hacia el
hotel, parando previamente en el Parlamento, en la curiosa Estación Central de ferrocarril, y en la no
menos extravagante Iglesia Temppeliaukio. La cúpula exterior, que parece un
OVNI, permite la entrada de luz a este templo luterano excavado en la roca, en
el que, gracias a su excelente acústica, se organizan numerosos conciertos a lo
largo de todo el año. Por suerte, pudimos asistir, de forma gratuita, a uno de
estos recitales de música mientras nos asombrábamos de la increíble fusión de
roca y cristal con la que los ingenieros finlandeses consiguieron dar vida a
esta extraña estructura.
Hotel Best Western Katajanokka |
Hotel Best Western Katajanokka |
Aunque eran todavía las 17.00h, la noche ya hacía tiempo que envolvía la ciudad (amanecía a las 09.00h y anochecía a las 15.00h). Cansados por la caminata entre las calles, y por el escaso y precario sueño de la noche anterior, nos esperaba la cárcel para dormir… No, no es que infringiéramos la ley (creo, a veces nos colamos en algún castillo, sin darnos cuenta claro 😊, para “robar” una foto con buen ángulo). Es que nuestro hotel, el Best Western Katajanokka, era una antigua penitenciaría. A muchos os puede resultar macabro a priori (a otros, quizás estimulante), pero el edificio, aunque conserva la antigua estructura, es realmente acogedor. Las zonas comunes de esta vieja prisión restaurada conservan los ladrillos rojos y barrotes que encerraron a delincuentes y malhechores hasta el año 2002. El complejo está rodeado de un muro de piedra, y el interior de las habitaciones está muy bien acondicionado para que el huésped se sienta a gusto y la estancia resulte confortable. Y os aseguro, que, en pleno invierno, lo es. Para mí fue una experiencia inolvidable. La estancia fue de 10.
Parlamento |
Tras volver de Tallin (esta excursión será otra entrada),
nos tomamos el último día sin prisa. Nos levantamos, desayunamos
tranquilamente, y después de conseguir alguna monedita de euro rara para mi
colección, dimos un paseo por la calle Aleksanteririkatu (no sé si está bien
escrito), donde recorrimos las casetas típicas de Navidad en busca de algún
regalo.
Catedral Luterana |
Así acabó nuestra fugaz visita a Helsinki. Una ciudad que tal vez no entre en vuestros planes, pero totalmente recomendable, y más teniendo en cuenta que podéis combinarla con una estancia en Tallin. Es un lugar tranquilo y seguro, ideal para pasearlo pausadamente, disfrutando de sus casas de colores y de su ambiente navideño si decidís acercaros en invierno. Estoy seguro de que, si le dais una oportunidad, descubriréis muchos rincones encantadores que harán de vuestra estancia en Helsinki una bonita experiencia.
SIMO HÄYHÄ, LA MUERTE BLANCA
Ensalzar la figura de un hombre que mató a más de 700 personas tal vez no sea lo más ético ni moral. Y posiblemente, sólo el hecho de enmarcar estas muertes en un contexto bélico, hace que contemplemos su nombre como el de un héroe para su pueblo, o consideremos su destreza con un arma como algo digno de admiración. Ciertamente, a pesar de que a estos tiradores no les tiembla el pulso, el instinto de supervivencia es el que anula sus sentimientos y su compasión por la vida humana. La mayoría de estos francotiradores, preguntados en su vejez por esa sangre fría a la hora de quitar vidas humanas, nunca se arrepintieron de haberlas sesgado. Era la guerra, era su trabajo, y era la elección correcta… si no matabas, te mataban.
El cine ha hecho que conociéramos a varios de los
francotiradores más famosos de la historia. Clint Eastwood rindió homenaje al
americano Chris Kyle en El francotirador.
El SEAL texano destacó con su rifle en la Guerra de Irak de 2003, causando la
muerte de 160 insurgentes iraquíes (él aseguraba que fueron 250),
convirtiéndose así en El Demonio de Ramadi
para sus enemigos. Paradójicamente, un héroe de guerra que había sobrevivido al
infierno de Irak, acabó sus días, asesinado, en un centro de tiro cercano a su
casa de Texas donde vivía, cuando un marine que sufría estrés postraumático lo
acribilló a balazos, junto a otro compañero, mientras los dos amigos trataban
de ayudarle a superar su enfermedad mental.
En Al Qaeda, otro tirador apodado Chewbacca, así llamado por
el traje de paja con el que se cubría para camuflarse, adquirió gran fama
también, convirtiéndose en un maestro que adiestraba a centenares de
francotiradores.
El cabo Craig Harrison, del ejército británico, mostró su
destreza con el fusil, matando a dos talibanes a 2,5 kilómetros de distancia,
cuando su arma, en teoría, no aseguraba un alcance más allá de 1600 metros. El
récord de distancia es lo que le ha hecho famoso. Notoriedad que alcanzó otro
compatriota suyo por matar a cuatro iraquíes con una sola bala.
Durante la Segunda Guerra Mundial surgieron célebres
francotiradores que dejaron huella en la historia militar gracias a su
habilidad con el fusil. La ucraniana Lyudmila Pavlichenko defendió la Unión
Soviética matando a 257 soldados nazis (entre ellos un francotirador que sumaba
200 bajas enemigas). La película Enemigo
a las puertas nos contaba el relato de otra batalla… de otra leyenda… la de
Vasily Zaitsev, un condecorado soldado soviético que eliminó a 242 alemanes,
muchos de ellos durante uno de los choques más sangrientos de la contienda, la
Batalla de Stalingrado.
Pero, precisamente, el Ejército Rojo fue el que sufrió en sus carnes la puntería del más letal de los francotiradores de la historia. Seguramente, muchos de vosotros no le conozcáis, o tal vez, como a mí, sólo os sonará que era un finlandés de nombre impronunciable. Simo Häyhä, un campesino menudo que apenas sobrepasaba el metro y medio de altura, puso en jaque a la poderosa maquinaria de guerra soviética y desquició al mismísimo Stalin, que no dudó en recurrir a la artillería para matar a un solo hombre. Se enviaron a los mejores francotiradores para acabar con él, pero al igual que los cañones, también fracasaron.
Posiblemente, la historia de Häyhä sea tópica y muy idónea
para los orígenes de un héroe. El granjero pobre que va a la guerra, y que se
gana la admiración de los suyos gracias a la pericia adquirida con su viejo
fusil, a lo largo de tantos años y tan duros inviernos, en los que dependía de
su arma para conseguir alimento.
Antes de que estallara el conflicto con los soviéticos, Simo
se instruyó como tirador cuando realizaba el servicio militar. Demostró
cualidades innatas con su fusil, aunque prefirió regresar a la granja familiar
para trabajar. Pero la vida tranquila del campo pronto se vio alterada cuando
Stalin, después de pactar con Hitler el reparto de Polonia, decidió expandir su
imperio conquistando los países bálticos y Finlandia. Con Estonia, Letonia y
Lituania bajo su poder, el temido ejército comunista puso al territorio
escandinavo en su punto de mira. Y así, en el invierno de 1939, la maquinaria
de guerra soviética avanzó por las frías y heladas tundras laponas. Stalin
había enviado una comisión diplomática para convencer a los fineses de que
entregaran su tierra si no querían ser masacrados. La propuesta, como no podía
ser de otra manera, fue rechazada.
Los rusos, acostumbrados al frío, no esperaban encontrar oponente más duro que el propio invierno. Los finlandeses tenían un ejército muy limitado, y sus tropas estaban muy dispersas por todo el territorio. Pero si alguien podía vencer a los soviéticos en la nieve, esos eran los escandinavos. Pusieron en marcha una guerra de guerrillas que ocasionó numerosas y constantes bajas al Ejército Rojo, que impotente, se enfurecía ante el lento avance de sus soldados.
Viacheslav Mólotov, el ministro de exteriores soviético, dio
la orden de bombardear el país. Él mismo comunicaba a la población finlandesa
por radio, que lo que caía de los aviones no eran bombas de racimo, sino
comida. Los finlandeses, viendo las “proteínas” que traían esos “alimentos”,
empezaron a llamar a esas bombas “canastas de pan Molótov”. Decían, con todo el
sarcasmo, que, si el Ejército Rojo ponía la comida, ellos pondrían los
cocteles. Así nació el famoso “Cóctel Mólotov”.
Al comienzo de la llamada Guerra de Invierno, Simo se alistó
de nuevo en el Ejército e inmediatamente comenzó a sembrar el pánico entre los
poco preparados soldados soviéticos. Su granja, que se encontraba cerca de la
frontera de la Unión Soviética corría el riesgo de ser una de las primeras en
ser presa del enemigo.
En los primeros tres días de lucha, Häyhä mató a 51 soldados
soviéticos, lo que llamó la atención de sus superiores, a los que les costaba
creer esas cifras. Por ello, ordenaron que se encargaran de verificarlas sobre
el campo de batalla en las jornadas sucesivas. Y en efecto, Simo siguió
aumentando su cuenta día tras día. Los rusos comenzaron a llamarle La Muerte Blanca.
Lo que más sorprende de la historia de este francotirador no
son sus cifras de muertos, sino las técnicas que utilizaba para ejecutar a sus
objetivos. Para no ser descubierto, se camuflaba con un traje blanco que le
hacía invisible sobre el paisaje nevado. Cuando iba a disparar, compactaba la
nieve sobre la que apoyaba su rifle para que el movimiento de éste no provocara
deslizamientos que pudieran delatarle.
El vaho de su respiración podría ubicar su posición, de modo que cogía
un puñado de nieve y se lo metía en la boca para no dejar salir su aliento. Era
capaz de soportar temperaturas de 40 grados bajo cero, permaneciendo inmóvil
bajo un manto de nieve, a la espera de que su presa se pusiera a tiro. En
muchas ocasiones alargaba este espacio de tiempo para observar, entre un grupo
de soldados enemigos, quién daba órdenes, para así detectar al oficial y
eliminarlo.
Utilizaba dos armas: un fusil de fabricación rusa que los finlandeses habían modificado para hacerlo más largo, y otro viejo subfusil nacional de corto alcance que demostró ser muy efectivo. Lo más asombroso de todo es que Simo efectuaba sus disparos sin mira telescópica. No quería arriesgarse a que el sol reflejara en la lente y el destello le descubriera. Y porque a esas temperaturas gélidas era muy probable que el cristal se rompiera.
Los soviéticos caían a decenas en un infierno blanco en el
que un fantasma recolectaba sus almas. Pero este fantasma, el francotirador más
letal de la historia, fue atrapado por una bala explosiva perdida que le
arrancó la mitad del rostro. Ese proyectil no le buscaba a él, pero por fortuna
para los rusos, la suerte quiso que impactara en su cara, dejándolo mal herido.
Socorrido por sus compañeros, logró salvar su vida y se recuperó en un hospital
hasta que acabó el conflicto poco más de tres meses después de iniciarse.
Simo y los fantasmas blancos finlandeses no pudieron evitar
que la poderosa Unión Soviética, que superaba a los finlandeses (sólo en
soldados, de máquinas no merece la pena hacer la comparación) en 100 a 1,
conquistara parte de Finlandia, un trozo en el que, precisamente, se encontraba
la granja de Simo Häyhä. Cuando se recuperó de su convalecencia, tuvo que irse
a vivir a casa de un familiar, y murió en su país en 2002, a la edad de 96
años, por causas naturales.
Jamás, en la historia militar de Finlandia, un soldado
ascendió tan rápido de rango como Häyhä.