UCRANIA - Kiev
Abril de 2012
Iglesia de San Andrés |
Parecía que aquella Semana Santa de 2012 no iba a ser muy
cómoda. Pero allí se acabaron todos nuestros contratiempos. Los cinco días en
la capital ucraniana fueron perfectos. Vía Frankfurt con Lufthansa, llegamos al
aeropuerto de Kiev a la 1 de la madrugada. Está todo abierto, así que cambiamos
Grivnas, cenamos, y nos recostamos sobre los comodísimos asientos de la
terminal para dormitar un poco (los años pasan, y hoy mi espalda no me lo
permitiría).
A pesar de encontrarnos en el mes de abril, el día amanece espectacular, con un sol espléndido, que nos deja la temperatura en unos envidiables 28ºc. Cogemos el autobús hasta la estación de trenes, y de allí, nos acercamos hasta el hostal donde nos habían anulado la habitación, con la esperanza de que el destrozo no fuera para tanto, y nos dejaran entrar. No habíamos tenido tiempo de formalizar otra reserva, y antes de probar en los otros sitios, quisimos asegurarnos. Para encontrar el sitio, preguntamos la dirección a un par de lugareños, y en ese primer contacto con los ucranianos, enseguida nos dimos cuenta de la amabilidad de esas gentes tan humildes, que te ayudan en todo. De camino, comiendo un delicioso pan-bollo de pasas, aprovechamos para hacer alguna foto. Al llegar al hostal, efectivamente, la chica de recepción nos confirma la inundación, y nos ofrece otro alojamiento alternativo que no nos convence. Al final nos llama por teléfono al Hotel Mir, y muy amablemente nos busca un taxi, que ella nos paga, para que nos traslade a nuestra nueva base de operaciones en Kiev. No sé si cogimos un taxi, o nos confundimos y nos metimos de copilotos en un coche de rallyes. ¡Madre mía! ¡Iba como un Sputnik!
Por fin llegamos a nuestro hotel de 3 estrellas (160 euros 4
noches) y dejamos los trastos, y el queso y el “porcinoso” que habíamos traído
de casa, en la nevera. Inciso…
Hay dos cosas en la vida
(juntando los temas de este blog) que me acojonan bastante y merecen todo mi
respeto… La ouija (nunca “jugaré”, y me lo han propuesto varias veces) y, como
a todos vosotros supongo, los lugares donde todavía puede haber restos
radiactivos. Como más tarde leeréis en esta entrada, Chernóbil provocó una
catástrofe, que todavía tiene consecuencias. Habían pasado 25 años, pero hay
que recordar que Kiev está a sólo 100 kilómetros de distancia. Y a pesar de que
ningún organismo no recomienda no ir por la contaminación, no sé hasta qué punto,
el tema de los alimentos es fiable. En fin, que en principio (no sé si eran
temores infundados), y al ser sólo unos pocos días, íbamos a intentar comer lo
menos posible productos locales. Pero una vez allí, se te olvida el tema, y
“pa” dentro. De ahí lo del queso y el embutido.
El hotel estaba un poco alejado del centro, pero justo al
lado de una boca de metro, con lo que en pocos minutos ibas y venías. Kiev es
enorme, con infinidad de cosas para ver, así que íbamos a estar todo el día
fuera. Es una ciudad muy segura, y moverse en metro es muy fácil, práctico y
barato. Cada viaje cuesta unos 15 céntimos, y metes tu fichita de plástico
(como las de los autos de choque) por cada trayecto. La verdad es que es una
experiencia que recomiendo a todo el mundo. Los convoyes, algo antiguos, parece
que los conduce el taxista que nos llevó al hotel. Van casi chocando contra las paredes. Bueno,
supongo que a la misma velocidad que en cualquier parte del mundo, pero al
tratarse de viejos vagones, el traqueteo te hace creer que vas al doble de lo
que realmente es. Pero son muy seguros, van a todas partes, y con frecuencias
muy cortas (de minuto y medio).
El primer día fue muy intenso. Visitamos el Parlamento, la plaza de la Independencia con la Catedral de Sofía, la Catedral Pokrovsky, el palacio Mariinsky, el Banco Nacional de Ucrania, la casa de las quimeras (curioso edificio adornado con increíbles y excéntricas figuras colgando de su fachada), el Gran Arco en honor a la reunificación de Ucrania con Rusia (hoy en día no sé si este monumento será tan apreciado por los ucranianos después del reciente conflicto), y las dos joyas arquitectónicas que más nos impresionaron: el espectacular templo de San Miguel frente a la Catedral de Santa Sofía, y la preciosa iglesia barroca de San Andrés, que se llevó la mitad del espacio de nuestra tarjeta de fotos. A muchas personas no les gusta mucho este tipo de arquitectura, que consideran demasiado colorida y hasta un poco hortera, pero yo me declaro admirador de las fachadas y las cúpulas con forma de bulbo de las construcciones medievales del antiguo imperio ruso.
Tras comprar algún recuerdo, damos por acabada la jornada.
Después de desayunar un delicioso gofre y un café en el
McDonald´s, nos dirigimos al grandioso Monasterio de las Cuevas. Un
impresionante complejo religioso del siglo XI, en cuyos sótanos se encuentra un
interminable laberinto repleto de nichos, en los que descansan los antiguos
monjes del monasterio. Considerado el más antiguo del país, y uno de los
lugares más sagrados para los cristianos ortodoxos, este conjunto de iglesias y
cuevas es una visita obligada para cualquier viajero que llegue a Kiev. Unas
largas y empinadas escaleras te conducirán a los túneles subterráneos, donde te
quedarás estremecido al observar cómo la gente venera y reza a los cuerpos momificados
de los religiosos.
Laberinto subterráneo en el Monasterio de las Cuevas |
La iglesia Troitska Nadvratna posee una puerta de color azul
muy bonita, y la fachada blanca y dorada de la Catedral de la Asunción es
imponente.
Cockpit de un Mig |
Después de tanta catedral y tanto monasterio (aunque eran
tan variados y bonitos que no nos cansábamos de admirar esa belleza), llegamos
al Museo de la Gran Guerra Patriótica. Fue una de las sorpresas del viaje. Tanques,
misiles, los míticos Migs soviéticos, helicópteros… Es impresionante poder
tocar esos aparatos militares, que hasta hace no mucho, eran objeto de deseo
por parte de los gobiernos occidentales, que suspiraban por tener esos cazas
bajo el techo de sus hangares, para poder entender y hacer frente a la
tecnología soviética. Era como retroceder a la época de la Guerra Fría. Te
puedes montar en los aviones y helicópteros para sentirte un auténtico piloto.
Sin palabras, de verdad. Si eres aficionado a la historia militar, no sé si
habrá un sitio como éste en el mundo a tu alcance, y si no te gustan estos
cacharros, pruébalos igualmente, porque es un “puntazo”. Pataleando como un
niño pequeño, muy a mi pesar, tuve que abandonar la carlinga del Mig y dejar de
lanzar misiles, para dirigirnos a otro museo mucho más triste. Pero antes,
comimos un bocata allí mismo, frente a los tanques, y bajo la atenta vigilancia
de la Madre Tierra, un monumento gigante que preside el recinto. Allí, todas
las esculturas son enormes, típicas del comunismo de la URSS. Con la solemne
música y coros de tinte soviético, y numerosos grupos de jóvenes cadetes
deambulando por la explanada, volvimos a sentirnos en la Unión Soviética de los
años 80.
Mig-27 |
El museo merece mucho la pena. Se te pone la carne de gallina al ver las consecuencias de aquella tragedia y observar los objetos de la ciudad maldita (especialmente protegidos porque todavía emiten radiación) que decoran las salas. Muy recomendable, de verdad. La decoración, con los maniquíes vestidos de liquidadores, impresiona bastante. Una vez allí, los más curiosos podéis reservar tours por Pripiat, pero creo que requiere hacer la reserva con mucha antelación, y, sobre todo, requiere tenerlos bien puestos para meterse allí. Sinceramente, aunque me hubieran ofrecido la “excursión”, la hubiera rechazado. No sé… prefiero no jugármela. ¿Vosotros? Este es el tema que desarrollaré más abajo, así que, los que sigáis leyendo, tendréis más información acerca del asunto.
Antes de acabar el día, nos acercamos a la estación de tren
para sacar billetes a Chernigov. Después de conseguir sellos, compramos una
botella de vodka para un amigo.
A la mañana siguiente, nuestro objetivo era averiguar cómo
llegar a Pigorovo. Después de un agradable paseo por la bonita calle de
Kreshchatyk, en la oficina de información nos indican que tenemos que coger el
autobús 156. Pero después de varios intentos fallidos preguntando a conductores
de autobús y a un policía que no entendían inglés, un taxista nos ofrece el
trayecto por un precio bastante alto. Desesperados, nos apoyamos en una
barandilla, y entonces se nos acerca una mendiga muy mayor, y nos da las
indicaciones para llegar al supuesto autobús que va a Pigorovo. Le agradecemos
su inestimable ayuda, y le damos unos grivnas para que coma algo. Efectivamente,
la señora nos enfiló bien. Cogemos el autobús (20 céntimos, por los 15 euros que
nos pedía el taxista) y allí descubrimos el curioso sistema de pago en los
autocares ucranianos. Si alguien os ofrece dinero, cogedlo, pero no os lo
metáis al bolsillo. Os irán pasando las monedas, para que, en una cadena
humana, lleguen hasta el chófer, y éste saque el billete de la persona que se
sienta en la parte posterior.
En el camino, pasamos por la catedral católica de San
Nicolás, y la Expo de Kiev, y finalmente, Pigorovo. Allí nos esperaba un
magnífico recinto (1 euro la entrada) en el que se ubicaban las construcciones
típicas del campo ucraniano. Estructuras de madera muy bonitas, que se reúnen
en un excelente museo al aire libre. Molinos, casas de campo, e iglesias de
madera (siento particularmente debilidad por estas iglesias) invitan a
improvisar un picnic campestre en medio de un entorno rural maravilloso.
Iglesia de madera del museo de Pigorovo |
En el viaje de vuelta, ojeamos en el autobús una guía que
habíamos comprado, y descubrimos un bonito convento de color rosa en Pokrovsky,
que no nos pudimos resistir a visitar. Al llegar al centro, todavía nos
quedaba energía para dar un romántico paseo por Kreshchatyk hasta la plaza
Maidan. Los fines de semana cortan la circulación de esta gigantesca avenida
para que los habitantes de Kiev puedan disfrutar del ambiente que envuelve a
esta zona cuando anochece. La iluminación es magnífica.
Interior de un vagón del tren a Chernigov |
El último día en Kiev nos iba a proporcionar otra
experiencia única en los medios de transporte ucranianos. Esta vez, un tren nos
abrió de nuevo la puerta de la máquina del tiempo, y nos trasladó 40 años
atrás, a un coche litera con un desorden encantador y un olor especial, que me
puso nostálgico, recordando una infancia, en la que, como aquel día, disfrutaba simplemente del viaje en
un viejo vagón de tren. La bonita fachada rosada de la estación de trenes de
Chernigov ya nos anunciaba lo que nos íbamos a encontrar en el destino. Nos
apeamos, y preguntamos por “las iglesias”. Imponentes catedrales blancas con
tejados verdes nos esperaban. La gente se acumulaba en sus interiores, saliendo
siempre de espaldas y persignándose al revés que nosotros lo hacemos (el que lo
haga, pecadores). Tras un intenso recorrido, al más puro estilo “Pekín
Express”, comimos a toda prisa para llegar corriendo a la estación y coger por
los pelos el tren de vuelta, que tres horas más tarde, arribaría a Kiev.
El último día tocaba madrugón para coger el avión. Un
taxista nos recogió a las 03.30h de la madrugada, y al ritmo de Modern Talking
y CC Catch (para los de mi generación, conoceréis a estos cantantes de los años
80) enfilamos carretera hacia el aeropuerto.
Para nosotros, Kiev supuso un viaje especial. Es una ciudad
infravalorada por el turismo, pero que debería estar entre los destinos más
importantes de Europa por todos los atractivos que tiene que ofrecer. Aunque
pensándolo bien, quizá su encanto resida precisamente en eso, en que no está
explotada por el turismo y muestra toda su autenticidad, cualidad muy escasa ya
en la mayoría de los destinos. Sin duda alguna, es una ciudad Top, que, si
tenéis oportunidad, deberías conocer. No necesitáis visado, con todas las
ventajas que eso conlleva. Nosotros estuvimos antes de que estallara la guerra
con Rusia, que parece ser, ya ha ido bajando de intensidad, por fortuna. Aunque
los rusos consideran que Ucrania es la “madre” de todo su imperio, los
ucranianos se sienten muy orgullosos de su independencia.
Espero que hayáis disfrutado de la aventura, y que saquéis
billete para la siguiente.
Os dejo en Chernóbil...
CHERNOBIL
Reactor número 4 de la central nuclear de Chernóbil |
El 28 de abril de 1986, Clive Robinson, un ingeniero sueco,
se disponía a comenzar temprano su jornada laboral en la central nuclear de
Forsmark, a 150 kilómetros de Estocolmo. Antes de entrar en las instalaciones,
como todos los días, debía pasar por un monitor de radiación, que controlaba la
salud de los empleados del centro. Pero aquella mañana, el pitido y la luz roja
que nadie deseaba sentir, perturbó la rutina del trabajador. “Debe tratarse de
un error”, se decía a sí mismo. Inquieto, pero convencido de que la máquina
había fallado, volvió sobre sus pasos, y lo intentó de nuevo. Pero la alarma se
repitió. Él nunca había estado en las zonas más peligrosas de radioactividad de
la central, y todo parecía estar bajo control en aquellos reactores. La tecnología
del detector necesitaba una revisión, debió pensar. No obstante, cuando a
medida que sus compañeros iban atravesando el arco y la máquina no dejaba de
avisar de restos de radioactividad, el pequeño nerviosismo empezó a dar paso a
un auténtico terror. Descolocados, empezaron a investigar el origen de la
alarma, y enseguida detectaron que en sus zapatos transportaban sustancias
radioactivas. La máquina estaba en lo cierto y los científicos escandinavos no
tardaron en descubrir el foco del mal. El origen no se hallaba en Suecia, sino
a 1600 kilómetros de distancia, en la Unión Soviética…
Un satélite americano había enfocado a un punto concreto de
Ucrania 28 segundos después de la explosión. Sus fotografías no daban lugar a
la duda. Lo que en principio creyeron que era un lanzamiento de un misil
nuclear, más tarde se mostró como una preocupante nube grisácea que el viento
empujaba hacia el norte, dirección Bielorrusia. El reactor número cuatro de la
orgullosa central nuclear de Chernóbil se descomponía, sin que los habitantes
de Pripyat, la ciudad más cercana, lo supieran.
Allí, Olga, una niña de cinco años, jugaba en los columpios
del parque la mañana del 26 de abril, como otro día cualquiera. Su padre,
trabajador de la central, tenía un buen sueldo, y la urbe, construida para dar
cobijo al personal de la central que abastecía a la capital, disponía de unas
comodidades impropias en el comunismo soviético. Podríamos decir que los
trabajadores de Chernóbil y sus familias eran más afortunados que la mayoría de
sus compatriotas. Su nivel de vida era muy superior a la media. Pero, ajenos a
la desgracia en un primer momento, ninguno de ellos se imaginaba que esa
felicidad se vería truncada, y que la noche posterior iba a ser la última noche
de Pripyat.
Parque de atracciones de Pripyat, en la actualidad |
Las primeras noticias de un incendio en la central no
alteraron mucho a los 45000 ciudadanos que daban vida a la población. Ni
siquiera la aparición de soldados por el centro de la ciudad, con máscaras de
gas, les inmutó. Se trataría de un pequeño fuego que no tardarían en sofocar,
así que no había de qué preocuparse. Sin embargo, esas llamas que saltaron del
corazón del reactor número 4, no dejaban cenizas a su rastro. A través de ellas,
se escapaba la muerte invisible, que sobrevoló las cabezas de aquellos incautos,
hasta que decidió posarse sobre ellos para sesgar sus vidas.
La nube tóxica ya había dado la vuelta al mundo días
después, y el gobierno de Gorbachov no pudo prolongar el encubrimiento. La
presión internacional obligó al padre de la Perestroika a admitir un grave y
fatal accidente nuclear en una de sus centrales, y dispuso un plan de
emergencia para intentar atajarlo. Pripyat había sido evacuado, condenándola a
convertirla en una ciudad fantasma durante muchísimos años. Si no querían que
la catástrofe acabara con su nación, debían actuar rápido. Los bomberos que se
desplazaron a la central para extinguir el fuego, fueron las primeras víctimas
oficiales de Chernóbil. La mitad de los casi 70 hombres, murieron aquella
jornada en la labor. A medida que el presidente soviético iba recabando
información sobre el suceso, más medios se desviaban para atajar la crisis. Lo
que durante días había ocupado un espacio insignificante en los medios de
comunicación nacionales, fue adquiriendo protagonismo e importancia, hasta
absorber gran parte del tiempo de los informativos mundiales. Algo muy grave
estaba ocurriendo en el corazón del imperio ruso.
La ciudad, antes y después de la tragedia |
La improvisación fue protagonista en las primeras horas. El
simulacro de seguridad realizado de madrugada en el reactor 4 había originado
un accidente, que había cogido desprevenido a todo el mundo. Sin un plan
específico, se mandaron a miles de militares, científicos, y fuerzas de
seguridad, para recuperar de nuevo el control del reactor. Aunque se dice que
acudieron voluntariamente, entrevistas hechas 20 y 30 años después de la
tragedia a los propios protagonistas, nos desvelan que, en aquella época, en la
URSS, no convenía negarse a una llamada de tu gobierno. Muchos de ellos se
extrañan cuando un periodista les pregunta por qué se presentaron voluntarios
para una labor que, seguramente les iba a costar la vida, a ellos, y
posiblemente a sus descendientes. Obligados o no, aquellos hombres sacrificaron
sus vidas para evitar una destrucción mucho más grande. Sin apenas protección,
se metieron en puntos donde la carga radioactiva podía matarles en menos de un
minuto de exposición. Periodistas que cubrieron la noticia, también se
condenaron. Por aire, los pilotos que sobrevolaban el cráter de la explosión
tampoco escaparon de la muerte. La tarea estaba resultando terriblemente
complicada e infructuosa. La radioactividad seguía expandiéndose, y los
esfuerzos no parecían dar el resultado deseado. En 2017, resulta espeluznante
ver a personas quitando material contaminado con las manos desnudas y sin
mascarilla (algunos de ellos confesaban que les molestaban para trabajar), y
especialmente escandaloso es el caso de los primeros científicos que llegaron
para trabajar en Pripyat justo después del escape. Comían tranquilamente sin
ninguna medida de protección, a tres kilómetros del reactor que acababa de
estallar. ¿Subestimaron a la radioactividad? ¿Cómo puede ser que científicos de
ese nivel no se protegieran adecuadamente? Habían transcurrido 40 años de
Hiroshima y Nagasaki, y esa fuente de energía era lo suficientemente conocida
como para no despreciar así sus efectos nocivos para la salud. Ni siquiera se
repartieron pastillas de iodo en los primeros días.
Máscara de los liquidadores |
Pero me gustaría hablar de otro grupo de hombres, que,
quizás, hayan pasado más desapercibidos en la historia de Chernóbil. Cuando
supe de ellos, me acordé de una de las frases más famosas de Churchill: “Nunca
tantos debieron tanto a tan pocos”. La pronunció en un discurso sobre la
batalla de Inglaterra. En 1940, el Reino Unido aguantaba en solitario la guerra
contra un imperio nazi, que había instaurado la esvástica por toda Europa ya.
Estados Unidos no se decidía a entrar en el conflicto, y los soviéticos, tras
el pacto con los alemanes, se mantenían al margen (hasta que a Hitler le dio
por atacarles). Con los japoneses dominando Asia y el Pacífico, era cuestión de
meses que el tercer Reich dominara Europa. La última pieza que debía derribar
era Gran Bretaña, que se negó a rendirse, y que a duras penas luchaba.
Preparando la invasión definitiva, la Luftwaffe atravesaba cada vez con más
asiduidad el canal de la Mancha para hostigar al ejército de la Royal Air
Force. La aviación alemana, más numerosa y con pilotos más experimentados,
tenía confianza en derrotar a la RAF, pero los británicos, ayudados por el
radar, sus famosos cazas Spitfire y la voluntad de todo un pueblo por resistir,
derrotaron contra todo pronóstico a los alemanes. Aquellos héroes, que quizás
evitaron la victoria definitiva de Hitler en la Segunda Guerra Mundial, fueron
homenajeados por el primer ministro inglés en su famosa frase. Pues algo
parecido podría decirse de los mineros de Tula.
Aunque en una tragedia de este tipo sería injusto adjudicar
niveles de heroísmo, una misión concreta merece ser contada: la de los mineros
de Tula. Estos 400 trabajadores procedentes de una ciudad minera cercana a
Moscú, fueron requeridos para ayudar en Chernóbil. El núcleo del reactor se
estaba fundiendo, y si el magma entraba en contacto con el agua subterránea que
se encontraba debajo de la central, la contaminación a través de la misma
podría dejar en una anécdota todo lo vivido hasta ahora. Europa entera podría
resultar inhabitable para siempre. Por aire no se podía hacer nada, y por
tierra no eran capaces de llegar al objetivo, de modo que sólo les quedaba
escarbar como topos. Aunque os suene a “Armaggeddon”, la historia no deja de
ser tan increíble como la de la famosa superproducción de Hollywood. El
destino del mundo en manos de unos mineros. Pues así fue. Hicieron, a
contrarreloj, un túnel de casi 200 metros hasta la base del núcleo, con la
intención de instalar un sistema de refrigeración, y aunque no pudieron
colocarlo, sí que se construyó una placa de cemento que cortó cualquier
intención de salida del magma. De esta manera, por fin se pudo completar el
sarcófago (recientemente renovado con dinero de un fondo internacional) y
aislar la radiación.
Los soviéticos, que ya habían derrotado a Napoleón y a
Hitler, recurrieron a su orgullo patrio para vencer en la batalla de
Chernóbil, y cuando sellaron el cofre, como en el Reichstag de Berlín en 1945,
ondearon la bandera de la hoz y el martillo sobre la cúpula de cemento,
lanzando gritos de victoria al aire. Otra vez, como por desgracia en muchas
épocas de su historia, el triunfo fue costoso y doloroso, pero habían logrado
alzarse con la victoria… o tal vez no…
Todavía, hoy en día, la batalla de Chernóbil sigue cobrándose vidas. Como muchos de los liquidadores, fueron pocos los mineros
que no murieron o quedaron con graves secuelas. Y como siempre, años más tarde,
los héroes se olvidan, y acaban mendigando en un país que existe gracias a
ellos y por el que dejaron sus vidas. Continuamente engañados con respecto a
los peligros a los que se exponían, los supervivientes luchan por morir
dignamente. Cuando los liquidadores sobrepasaban los límites de radiación,
solían ocurrir milagros que les curaban automáticamente. Las autoridades subían
los límites establecidos, y tema solucionado. Ya se podían volver a casa,
porque no llegaban al mínimo que les ponía en peligro. Pero la ocultación y
manipulación no fue algo exclusivo del comunismo soviético. En Francia, con la
nube radioactiva paseándose varias veces alrededor del mundo, decían a la
población que allí no había llegado (en Cataluña, Baleares o Euskadi se
recogieron partículas radioactivas, según Greenpeace). Y numerosos informes de
expertos en la investigación de los posibles efectos causados por el accidente
sobre la población, según varios periodistas, se manipularon y silenciaron en
la propia sede del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) con
sede en Viena.
Y este es el debate que os quería proponer. ¿Creéis que se
tapan o minimizan los accidentes nucleares? Os dejo la pregunta en el aire para
que votéis.
Espero que os haya entretenido la historia.
Gracias por leerme.