domingo, 21 de mayo de 2017

UCRANIA - Kiev y Chernóbil, a un instante de la aniquilación humana.





UCRANIA - Kiev

Abril de 2012

Iglesia de San Andrés
10 minutos antes de salir de casa hacia el aeropuerto, una llamada de teléfono nos daba la mala noticia de que nuestra reserva en el alojamiento de Kiev se había anulado. El manager del hostal nos comunica que han sufrido inundaciones en el edificio, y que no están para recibir huéspedes. A toda prisa, nos conectamos a internet para buscar otras opciones, y apuntamos otros tres o cuatro hoteles con plazas, como posibles candidatos.




Parecía que aquella Semana Santa de 2012 no iba a ser muy cómoda. Pero allí se acabaron todos nuestros contratiempos. Los cinco días en la capital ucraniana fueron perfectos. Vía Frankfurt con Lufthansa, llegamos al aeropuerto de Kiev a la 1 de la madrugada. Está todo abierto, así que cambiamos Grivnas, cenamos, y nos recostamos sobre los comodísimos asientos de la terminal para dormitar un poco (los años pasan, y hoy mi espalda no me lo permitiría).


A pesar de encontrarnos en el mes de abril, el día amanece espectacular, con un sol espléndido, que nos deja la temperatura en unos envidiables 28ºc. Cogemos el autobús hasta la estación de trenes, y de allí, nos acercamos hasta el hostal donde nos habían anulado la habitación, con la esperanza de que el destrozo no fuera para tanto, y nos dejaran entrar. No habíamos tenido tiempo de formalizar otra reserva, y antes de probar en los otros sitios, quisimos asegurarnos. Para encontrar el sitio, preguntamos la dirección a un par de lugareños, y en ese primer contacto con los ucranianos, enseguida nos dimos cuenta de la amabilidad de esas gentes tan humildes, que te ayudan en todo. De camino, comiendo un delicioso pan-bollo de pasas, aprovechamos para hacer alguna foto. Al llegar al hostal, efectivamente, la chica de recepción nos confirma la inundación, y nos ofrece otro alojamiento alternativo que no nos convence. Al final nos llama por teléfono al Hotel Mir, y muy amablemente nos busca un taxi, que ella nos paga, para que nos traslade a nuestra nueva base de operaciones en Kiev. No sé si cogimos un taxi, o nos confundimos y nos metimos de copilotos en un coche de rallyes. ¡Madre mía! ¡Iba como un Sputnik!  


Por fin llegamos a nuestro hotel de 3 estrellas (160 euros 4 noches) y dejamos los trastos, y el queso y el “porcinoso” que habíamos traído de casa, en la nevera. Inciso…

Hay dos cosas en la vida (juntando los temas de este blog) que me acojonan bastante y merecen todo mi respeto… La ouija (nunca “jugaré”, y me lo han propuesto varias veces) y, como a todos vosotros supongo, los lugares donde todavía puede haber restos radiactivos. Como más tarde leeréis en esta entrada, Chernóbil provocó una catástrofe, que todavía tiene consecuencias. Habían pasado 25 años, pero hay que recordar que Kiev está a sólo 100 kilómetros de distancia. Y a pesar de que ningún organismo no recomienda no ir por la contaminación, no sé hasta qué punto, el tema de los alimentos es fiable. En fin, que en principio (no sé si eran temores infundados), y al ser sólo unos pocos días, íbamos a intentar comer lo menos posible productos locales. Pero una vez allí, se te olvida el tema, y “pa” dentro. De ahí lo del queso y el embutido.

El hotel estaba un poco alejado del centro, pero justo al lado de una boca de metro, con lo que en pocos minutos ibas y venías. Kiev es enorme, con infinidad de cosas para ver, así que íbamos a estar todo el día fuera. Es una ciudad muy segura, y moverse en metro es muy fácil, práctico y barato. Cada viaje cuesta unos 15 céntimos, y metes tu fichita de plástico (como las de los autos de choque) por cada trayecto. La verdad es que es una experiencia que recomiendo a todo el mundo. Los convoyes, algo antiguos, parece que los conduce el taxista que nos llevó al hotel. Van casi chocando contra las paredes. Bueno, supongo que a la misma velocidad que en cualquier parte del mundo, pero al tratarse de viejos vagones, el traqueteo te hace creer que vas al doble de lo que realmente es. Pero son muy seguros, van a todas partes, y con frecuencias muy cortas (de minuto y medio).












                                                                                                                      


El primer día fue muy intenso. Visitamos el Parlamento, la plaza de la Independencia con la Catedral de Sofía, la Catedral Pokrovsky, el palacio Mariinsky, el Banco Nacional de Ucrania, la casa de las quimeras (curioso edificio adornado con increíbles y excéntricas figuras colgando de su fachada), el Gran Arco en honor a la reunificación de Ucrania con Rusia (hoy en día no sé si este monumento será tan apreciado por los ucranianos después del reciente conflicto), y las dos joyas arquitectónicas que más nos impresionaron: el espectacular templo de San Miguel frente a la Catedral de Santa Sofía, y la preciosa iglesia barroca de San Andrés, que se llevó la mitad del espacio de nuestra tarjeta de fotos. A muchas personas no les gusta mucho este tipo de arquitectura, que consideran demasiado colorida y hasta un poco hortera, pero yo me declaro admirador de las fachadas y las cúpulas con forma de bulbo de las construcciones medievales del antiguo imperio ruso. 

Tras comprar algún recuerdo, damos por acabada la jornada.





Templo de San Miguel

Después de desayunar un delicioso gofre y un café en el McDonald´s, nos dirigimos al grandioso Monasterio de las Cuevas. Un impresionante complejo religioso del siglo XI, en cuyos sótanos se encuentra un interminable laberinto repleto de nichos, en los que descansan los antiguos monjes del monasterio. Considerado el más antiguo del país, y uno de los lugares más sagrados para los cristianos ortodoxos, este conjunto de iglesias y cuevas es una visita obligada para cualquier viajero que llegue a Kiev. Unas largas y empinadas escaleras te conducirán a los túneles subterráneos, donde te quedarás estremecido al observar cómo la gente venera y reza a los cuerpos momificados de los religiosos.
Laberinto subterráneo en el Monasterio de las Cuevas 

La iglesia Troitska Nadvratna posee una puerta de color azul muy bonita, y la fachada blanca y dorada de la Catedral de la Asunción es imponente.

Cockpit de un Mig

Después de tanta catedral y tanto monasterio (aunque eran tan variados y bonitos que no nos cansábamos de admirar esa belleza), llegamos al Museo de la Gran Guerra Patriótica. Fue una de las sorpresas del viaje. Tanques, misiles, los míticos Migs soviéticos, helicópteros… Es impresionante poder tocar esos aparatos militares, que hasta hace no mucho, eran objeto de deseo por parte de los gobiernos occidentales, que suspiraban por tener esos cazas bajo el techo de sus hangares, para poder entender y hacer frente a la tecnología soviética. Era como retroceder a la época de la Guerra Fría. Te puedes montar en los aviones y helicópteros para sentirte un auténtico piloto. Sin palabras, de verdad. Si eres aficionado a la historia militar, no sé si habrá un sitio como éste en el mundo a tu alcance, y si no te gustan estos cacharros, pruébalos igualmente, porque es un “puntazo”. Pataleando como un niño pequeño, muy a mi pesar, tuve que abandonar la carlinga del Mig y dejar de lanzar misiles, para dirigirnos a otro museo mucho más triste. Pero antes, comimos un bocata allí mismo, frente a los tanques, y bajo la atenta vigilancia de la Madre Tierra, un monumento gigante que preside el recinto. Allí, todas las esculturas son enormes, típicas del comunismo de la URSS. Con la solemne música y coros de tinte soviético, y numerosos grupos de jóvenes cadetes deambulando por la explanada, volvimos a sentirnos en la Unión Soviética de los años 80.
Mig-27


Antes de llegar al Museo de la catástrofe de Chernóbil, paramos en la Pyrogoshcha Dormition Church.

              Museo Chernóbil -                 Animal afectado por la radiación

Liquidadores







El museo merece mucho la pena. Se te pone la carne de gallina al ver las consecuencias de aquella tragedia y observar los objetos de la ciudad maldita (especialmente protegidos porque todavía emiten radiación) que decoran las salas. Muy recomendable, de verdad. La decoración, con los maniquíes vestidos de liquidadores, impresiona bastante. Una vez allí, los más curiosos podéis reservar tours por Pripiat, pero creo que requiere hacer la reserva con mucha antelación, y, sobre todo, requiere tenerlos bien puestos para meterse allí. Sinceramente, aunque me hubieran ofrecido la “excursión”, la hubiera rechazado. No sé… prefiero no jugármela.  ¿Vosotros? Este es el tema que desarrollaré más abajo, así que, los que sigáis leyendo, tendréis más información acerca del asunto.


Antes de acabar el día, nos acercamos a la estación de tren para sacar billetes a Chernigov. Después de conseguir sellos, compramos una botella de vodka para un amigo. 


A la mañana siguiente, nuestro objetivo era averiguar cómo llegar a Pigorovo. Después de un agradable paseo por la bonita calle de Kreshchatyk, en la oficina de información nos indican que tenemos que coger el autobús 156. Pero después de varios intentos fallidos preguntando a conductores de autobús y a un policía que no entendían inglés, un taxista nos ofrece el trayecto por un precio bastante alto. Desesperados, nos apoyamos en una barandilla, y entonces se nos acerca una mendiga muy mayor, y nos da las indicaciones para llegar al supuesto autobús que va a Pigorovo. Le agradecemos su inestimable ayuda, y le damos unos grivnas para que coma algo. Efectivamente, la señora nos enfiló bien. Cogemos el autobús (20 céntimos, por los 15 euros que nos pedía el taxista) y allí descubrimos el curioso sistema de pago en los autocares ucranianos. Si alguien os ofrece dinero, cogedlo, pero no os lo metáis al bolsillo. Os irán pasando las monedas, para que, en una cadena humana, lleguen hasta el chófer, y éste saque el billete de la persona que se sienta en la parte posterior.


En el camino, pasamos por la catedral católica de San Nicolás, y la Expo de Kiev, y finalmente, Pigorovo. Allí nos esperaba un magnífico recinto (1 euro la entrada) en el que se ubicaban las construcciones típicas del campo ucraniano. Estructuras de madera muy bonitas, que se reúnen en un excelente museo al aire libre. Molinos, casas de campo, e iglesias de madera (siento particularmente debilidad por estas iglesias) invitan a improvisar un picnic campestre en medio de un entorno rural maravilloso.
Iglesia de madera del museo de Pigorovo

En el viaje de vuelta, ojeamos en el autobús una guía que habíamos comprado, y descubrimos un bonito convento de color rosa en Pokrovsky, que no nos pudimos resistir a visitar. Al llegar al centro, todavía nos quedaba energía para dar un romántico paseo por Kreshchatyk hasta la plaza Maidan. Los fines de semana cortan la circulación de esta gigantesca avenida para que los habitantes de Kiev puedan disfrutar del ambiente que envuelve a esta zona cuando anochece. La iluminación es magnífica.

Interior de un vagón del tren a Chernigov
El último día en Kiev nos iba a proporcionar otra experiencia única en los medios de transporte ucranianos. Esta vez, un tren nos abrió de nuevo la puerta de la máquina del tiempo, y nos trasladó 40 años atrás, a un coche litera con un desorden encantador y un olor especial, que me puso nostálgico, recordando una infancia, en la que, como aquel día, disfrutaba simplemente del viaje en un viejo vagón de tren. La bonita fachada rosada de la estación de trenes de Chernigov ya nos anunciaba lo que nos íbamos a encontrar en el destino. Nos apeamos, y preguntamos por “las iglesias”. Imponentes catedrales blancas con tejados verdes nos esperaban. La gente se acumulaba en sus interiores, saliendo siempre de espaldas y persignándose al revés que nosotros lo hacemos (el que lo haga, pecadores). Tras un intenso recorrido, al más puro estilo “Pekín Express”, comimos a toda prisa para llegar corriendo a la estación y coger por los pelos el tren de vuelta, que tres horas más tarde, arribaría a Kiev.



El último día tocaba madrugón para coger el avión. Un taxista nos recogió a las 03.30h de la madrugada, y al ritmo de Modern Talking y CC Catch (para los de mi generación, conoceréis a estos cantantes de los años 80) enfilamos carretera hacia el aeropuerto.

Para nosotros, Kiev supuso un viaje especial. Es una ciudad infravalorada por el turismo, pero que debería estar entre los destinos más importantes de Europa por todos los atractivos que tiene que ofrecer. Aunque pensándolo bien, quizá su encanto resida precisamente en eso, en que no está explotada por el turismo y muestra toda su autenticidad, cualidad muy escasa ya en la mayoría de los destinos. Sin duda alguna, es una ciudad Top, que, si tenéis oportunidad, deberías conocer. No necesitáis visado, con todas las ventajas que eso conlleva. Nosotros estuvimos antes de que estallara la guerra con Rusia, que parece ser, ya ha ido bajando de intensidad, por fortuna. Aunque los rusos consideran que Ucrania es la “madre” de todo su imperio, los ucranianos se sienten muy orgullosos de su independencia.

Espero que hayáis disfrutado de la aventura, y que saquéis billete para la siguiente.

Os dejo en Chernóbil...

CHERNOBIL

Reactor número 4 de la central nuclear de Chernóbil


El 28 de abril de 1986, Clive Robinson, un ingeniero sueco, se disponía a comenzar temprano su jornada laboral en la central nuclear de Forsmark, a 150 kilómetros de Estocolmo. Antes de entrar en las instalaciones, como todos los días, debía pasar por un monitor de radiación, que controlaba la salud de los empleados del centro. Pero aquella mañana, el pitido y la luz roja que nadie deseaba sentir, perturbó la rutina del trabajador. “Debe tratarse de un error”, se decía a sí mismo. Inquieto, pero convencido de que la máquina había fallado, volvió sobre sus pasos, y lo intentó de nuevo. Pero la alarma se repitió. Él nunca había estado en las zonas más peligrosas de radioactividad de la central, y todo parecía estar bajo control en aquellos reactores. La tecnología del detector necesitaba una revisión, debió pensar. No obstante, cuando a medida que sus compañeros iban atravesando el arco y la máquina no dejaba de avisar de restos de radioactividad, el pequeño nerviosismo empezó a dar paso a un auténtico terror. Descolocados, empezaron a investigar el origen de la alarma, y enseguida detectaron que en sus zapatos transportaban sustancias radioactivas. La máquina estaba en lo cierto y los científicos escandinavos no tardaron en descubrir el foco del mal. El origen no se hallaba en Suecia, sino a 1600 kilómetros de distancia, en la Unión Soviética…

Un satélite americano había enfocado a un punto concreto de Ucrania 28 segundos después de la explosión. Sus fotografías no daban lugar a la duda. Lo que en principio creyeron que era un lanzamiento de un misil nuclear, más tarde se mostró como una preocupante nube grisácea que el viento empujaba hacia el norte, dirección Bielorrusia. El reactor número cuatro de la orgullosa central nuclear de Chernóbil se descomponía, sin que los habitantes de Pripyat, la ciudad más cercana, lo supieran.

Allí, Olga, una niña de cinco años, jugaba en los columpios del parque la mañana del 26 de abril, como otro día cualquiera. Su padre, trabajador de la central, tenía un buen sueldo, y la urbe, construida para dar cobijo al personal de la central que abastecía a la capital, disponía de unas comodidades impropias en el comunismo soviético. Podríamos decir que los trabajadores de Chernóbil y sus familias eran más afortunados que la mayoría de sus compatriotas. Su nivel de vida era muy superior a la media. Pero, ajenos a la desgracia en un primer momento, ninguno de ellos se imaginaba que esa felicidad se vería truncada, y que la noche posterior iba a ser la última noche de Pripyat.
Parque de atracciones de Pripyat, en la actualidad

Las primeras noticias de un incendio en la central no alteraron mucho a los 45000 ciudadanos que daban vida a la población. Ni siquiera la aparición de soldados por el centro de la ciudad, con máscaras de gas, les inmutó. Se trataría de un pequeño fuego que no tardarían en sofocar, así que no había de qué preocuparse. Sin embargo, esas llamas que saltaron del corazón del reactor número 4, no dejaban cenizas a su rastro. A través de ellas, se escapaba la muerte invisible, que sobrevoló las cabezas de aquellos incautos, hasta que decidió posarse sobre ellos para sesgar sus vidas.

La nube tóxica ya había dado la vuelta al mundo días después, y el gobierno de Gorbachov no pudo prolongar el encubrimiento. La presión internacional obligó al padre de la Perestroika a admitir un grave y fatal accidente nuclear en una de sus centrales, y dispuso un plan de emergencia para intentar atajarlo. Pripyat había sido evacuado, condenándola a convertirla en una ciudad fantasma durante muchísimos años. Si no querían que la catástrofe acabara con su nación, debían actuar rápido. Los bomberos que se desplazaron a la central para extinguir el fuego, fueron las primeras víctimas oficiales de Chernóbil. La mitad de los casi 70 hombres, murieron aquella jornada en la labor. A medida que el presidente soviético iba recabando información sobre el suceso, más medios se desviaban para atajar la crisis. Lo que durante días había ocupado un espacio insignificante en los medios de comunicación nacionales, fue adquiriendo protagonismo e importancia, hasta absorber gran parte del tiempo de los informativos mundiales. Algo muy grave estaba ocurriendo en el corazón del imperio ruso.

La ciudad, antes y después de la tragedia

La improvisación fue protagonista en las primeras horas. El simulacro de seguridad realizado de madrugada en el reactor 4 había originado un accidente, que había cogido desprevenido a todo el mundo. Sin un plan específico, se mandaron a miles de militares, científicos, y fuerzas de seguridad, para recuperar de nuevo el control del reactor. Aunque se dice que acudieron voluntariamente, entrevistas hechas 20 y 30 años después de la tragedia a los propios protagonistas, nos desvelan que, en aquella época, en la URSS, no convenía negarse a una llamada de tu gobierno. Muchos de ellos se extrañan cuando un periodista les pregunta por qué se presentaron voluntarios para una labor que, seguramente les iba a costar la vida, a ellos, y posiblemente a sus descendientes. Obligados o no, aquellos hombres sacrificaron sus vidas para evitar una destrucción mucho más grande. Sin apenas protección, se metieron en puntos donde la carga radioactiva podía matarles en menos de un minuto de exposición. Periodistas que cubrieron la noticia, también se condenaron. Por aire, los pilotos que sobrevolaban el cráter de la explosión tampoco escaparon de la muerte. La tarea estaba resultando terriblemente complicada e infructuosa. La radioactividad seguía expandiéndose, y los esfuerzos no parecían dar el resultado deseado. En 2017, resulta espeluznante ver a personas quitando material contaminado con las manos desnudas y sin mascarilla (algunos de ellos confesaban que les molestaban para trabajar), y especialmente escandaloso es el caso de los primeros científicos que llegaron para trabajar en Pripyat justo después del escape. Comían tranquilamente sin ninguna medida de protección, a tres kilómetros del reactor que acababa de estallar. ¿Subestimaron a la radioactividad? ¿Cómo puede ser que científicos de ese nivel no se protegieran adecuadamente? Habían transcurrido 40 años de Hiroshima y Nagasaki, y esa fuente de energía era lo suficientemente conocida como para no despreciar así sus efectos nocivos para la salud. Ni siquiera se repartieron pastillas de iodo en los primeros días.


Máscara de los liquidadores 
Muchos de vosotros habréis oído hablar de los famosos “liquidadores” de Chernóbil. 500.000 militares y civiles, que, con su valentía, limpiaron las zonas contaminadas. Una vez frenado el primer golpe, se debía eliminar cualquier escombro radioactivo de la zona, para cubrir el reactor con un sarcófago de cemento que evitara más fugas. Los helicópteros se mostraron inútiles para tal misión, ya que la radiación también los inutilizaba. Se intentó pues, hacerlo con robots teledirigidos. Pero las máquinas, fundidas también por la radioactividad, no duraron mucho. Entonces, tirando otra vez de épica y valor, entraron en escena los “biorobots”, que no eran sino humanos que sustituirían a esas máquinas rotas, que habían sido vencidas en el tejado del reactor. Allí se colocarían estos soldados, para, pala en mano, empujar hacia el interior del reactor todos los trozos contaminados esparcidos por el exterior. Con turnos de no más de tres minutos (o incluso de unos pocos segundos), se turnaron sin cesar hasta que despejaron el techo. Su recompensa: 100 dólares, y un bonito diploma de “liquidador de Chernóbil”. Por supuesto, muchos de ese medio millón morirían en los siguientes días. El hospital número 6 de Moscú (el único preparado para enfermedades por radiación) se vio colapsado en los meses siguientes. No voy a describir como morían, pero os lo podéis imaginar. Gracias a la labor de estos héroes, se pudo despejar el terreno.

Pero me gustaría hablar de otro grupo de hombres, que, quizás, hayan pasado más desapercibidos en la historia de Chernóbil. Cuando supe de ellos, me acordé de una de las frases más famosas de Churchill: “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”. La pronunció en un discurso sobre la batalla de Inglaterra. En 1940, el Reino Unido aguantaba en solitario la guerra contra un imperio nazi, que había instaurado la esvástica por toda Europa ya. Estados Unidos no se decidía a entrar en el conflicto, y los soviéticos, tras el pacto con los alemanes, se mantenían al margen (hasta que a Hitler le dio por atacarles). Con los japoneses dominando Asia y el Pacífico, era cuestión de meses que el tercer Reich dominara Europa. La última pieza que debía derribar era Gran Bretaña, que se negó a rendirse, y que a duras penas luchaba. Preparando la invasión definitiva, la Luftwaffe atravesaba cada vez con más asiduidad el canal de la Mancha para hostigar al ejército de la Royal Air Force. La aviación alemana, más numerosa y con pilotos más experimentados, tenía confianza en derrotar a la RAF, pero los británicos, ayudados por el radar, sus famosos cazas Spitfire y la voluntad de todo un pueblo por resistir, derrotaron contra todo pronóstico a los alemanes. Aquellos héroes, que quizás evitaron la victoria definitiva de Hitler en la Segunda Guerra Mundial, fueron homenajeados por el primer ministro inglés en su famosa frase. Pues algo parecido podría decirse de los mineros de Tula.
Aunque en una tragedia de este tipo sería injusto adjudicar niveles de heroísmo, una misión concreta merece ser contada: la de los mineros de Tula. Estos 400 trabajadores procedentes de una ciudad minera cercana a Moscú, fueron requeridos para ayudar en Chernóbil. El núcleo del reactor se estaba fundiendo, y si el magma entraba en contacto con el agua subterránea que se encontraba debajo de la central, la contaminación a través de la misma podría dejar en una anécdota todo lo vivido hasta ahora. Europa entera podría resultar inhabitable para siempre. Por aire no se podía hacer nada, y por tierra no eran capaces de llegar al objetivo, de modo que sólo les quedaba escarbar como topos. Aunque os suene a “Armaggeddon”, la historia no deja de ser tan increíble como la de la famosa superproducción de Hollywood. El destino del mundo en manos de unos mineros. Pues así fue. Hicieron, a contrarreloj, un túnel de casi 200 metros hasta la base del núcleo, con la intención de instalar un sistema de refrigeración, y aunque no pudieron colocarlo, sí que se construyó una placa de cemento que cortó cualquier intención de salida del magma. De esta manera, por fin se pudo completar el sarcófago (recientemente renovado con dinero de un fondo internacional) y aislar la radiación.
Los soviéticos, que ya habían derrotado a Napoleón y a Hitler, recurrieron a su orgullo patrio para vencer en la batalla de Chernóbil, y cuando sellaron el cofre, como en el Reichstag de Berlín en 1945, ondearon la bandera de la hoz y el martillo sobre la cúpula de cemento, lanzando gritos de victoria al aire. Otra vez, como por desgracia en muchas épocas de su historia, el triunfo fue costoso y doloroso, pero habían logrado alzarse con la victoria… o tal vez no…
Todavía, hoy en día, la batalla de Chernóbil sigue cobrándose vidas. Como muchos de los liquidadores, fueron pocos los mineros que no murieron o quedaron con graves secuelas. Y como siempre, años más tarde, los héroes se olvidan, y acaban mendigando en un país que existe gracias a ellos y por el que dejaron sus vidas. Continuamente engañados con respecto a los peligros a los que se exponían, los supervivientes luchan por morir dignamente. Cuando los liquidadores sobrepasaban los límites de radiación, solían ocurrir milagros que les curaban automáticamente. Las autoridades subían los límites establecidos, y tema solucionado. Ya se podían volver a casa, porque no llegaban al mínimo que les ponía en peligro. Pero la ocultación y manipulación no fue algo exclusivo del comunismo soviético. En Francia, con la nube radioactiva paseándose varias veces alrededor del mundo, decían a la población que allí no había llegado (en Cataluña, Baleares o Euskadi se recogieron partículas radioactivas, según Greenpeace). Y numerosos informes de expertos en la investigación de los posibles efectos causados por el accidente sobre la población, según varios periodistas, se manipularon y silenciaron en la propia sede del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) con sede en Viena.
Y este es el debate que os quería proponer. ¿Creéis que se tapan o minimizan los accidentes nucleares? Os dejo la pregunta en el aire para que votéis.
Espero que os haya entretenido la historia.
Gracias por leerme.