lunes, 18 de septiembre de 2017

HAWAI (1) - Maui - Charles Lindbergh, el héroe que se convirtió en villano.

HAWAI - MAUI

Junio 2014


Puesta de sol en Maui



Hawái nos manda imágenes de paradisiacas playas rodeadas de palmeras, con cálidas y perfectas puestas de sol de fondo. Parejas de recién casados agarrados de la mano paseando su amor con sus pies descalzos sobre la fina arena. Hábiles y valientes surferos surcando las olas del agitado océano Pacífico, y jóvenes en forma que lucen su escultural anatomía por las avenidas cercanas a los arenales.



Todas estas percepciones son reales, pero afortunadamente para mí (alguien que sólo disfruta andando un ratito por las playas solitarias), este archipiélago ofrece varios de los paisajes montañosos y costeros más espectaculares del mundo. Pero también cuenta una interesante historia que captará vuestra atención.

"Nuestro" Ford Mustang
Después de un corto vuelo interno de 40 minutos procedente de Kauai, llegamos a otra de las maravillas de Hawái, Maui. En el aeropuerto de Kahului nos esperaba todo un escaparate al aire libre lleno de muscle cars (deportivos). Chevrolets Camaros, Dodges Chargers o el mítico Ford Mustang lucían en un espacioso parking, esperando a que las manos de los emocionados turistas cogieran sus volantes. Por supuesto, no podíamos dejar pasar tan jugosa oferta. Aprovechamos que sólo íbamos a alquilarlo 2 días (en las otras islas, al ser más tiempo, nos tuvimos que conformar con un sencillo Ford Focus, que estaba muy bien), para darnos el capricho, y cumplir uno de mis sueños de conducir una de estas impresionantes máquinas. Quizás no volviera a tener otra ocasión para hacerlo. Allí, como hay tantos, son muy baratos. Por menos de 50 dólares al día puedes tener el coche de tus sueños en la isla de tus sueños. Os darán a elegir modelo, y hasta color. Eso sí, la mayoría, como no podía ser de otra forma, son descapotables. A pesar de que los ojos se te van para todas las esquinas, yo, particularmente, tenía mi favorito desde hacía muchos años. El color era lo de menos (escogí el gris porque no me esperaba que me dieran a elegir, y solté lo primero que se me vino a la cabeza), pero el caballo galopando (un mustang) del Mustang lucía brillante en la parrilla de nuestro cochazo, como lo hacían nuestras sonrisas al vernos en semejante vehículo.

Valle de Iao
Con el potente rugido del V8, nos dirigimos hacia el Valle de Iao. Es una zona de exuberante vegetación, muy húmeda, declarada Monumento Nacional Natural. Casi siempre rodeada de una niebla perpetua, un pináculo de lava cubierto de vegetación es la imagen más emblemática de este impenetrable valle.

Kahakuloa Village
Kahakuloa Village es el pueblo más aislado de Maui. Con una iglesia de madera y alguna casa pintada de color pastel, es una agradable parada para descansar en la ruta.
Pasamos por Nakalele Point (una cavidad subterránea por donde entra agua de mar para formar un geyser) , Kapalua y Kaanapali( zonas de resorts) antes de llegar al bonito pueblo ballenero de Lahaina. Hay preciosos edificios de finales del siglo XIX y principios del XX, entre los que destaca el Pioneer Inn de 1901. Construido por un inglés que se enroló en la policía montada de Canadá, este comprometido agente persiguió a un peligroso criminal hasta Lahaina, donde se enamoró de una bella hawaiana, y decidió montar el hospedaje.

Añadir leyenda
Fotografiamos al árbol Bananyan, de más de cien años, el ayuntamiento y el Wo Hing Temple, un curioso edificio tradicional chino de 1912, que sirvió de asociación para dar apoyo a la comunidad china que había emigrado a Hawai durante los siglos XIX y XX para trabajar en las plantaciones de azúcar de caña, principalmente.



Iglesia de Keawalai y playa de Makena

La ruta sigue por Kihei hasta llegar a Makena, donde se yergue la bonita iglesia de Keawalai. Con los Aerosmith y Scorpions sonando en nuestro Mustang, llegamos a la espectacular Reserva Natural Ahihi Kinau, donde observamos un siniestro paisaje volcánico provocado por la última erupción del volcán Haleakala en 1970.

De vuelta a Kahului hacemos el check in en el Seaside Hotel. Un consejo para el tema del alojamiento en Hawai: hay mucho turismo y los hoteles se agotan enseguida, así que aseguraros de reservarlos todos con antelación. Las islas son pequeñas, así que es fácil calcular vuestro recorrido. En general son caros, y si esperáis mucho, se dispararán los precios.

El siguiente día estaba destinado al Parque Nacional de Haleakala (10 $ por coche). La ilusión por ver el volcán se iba apagando a medida que ascendíamos hacia la cumbre. Bruma, nubes, ventisca… Tras un rato esperando, el gigante no parecía querer asomarse. Decidimos bajar por la Kula Highway y pararnos en Ulupalakua Ranch Store, una genuina tienda con decoración vaquera en la que nos tomamos un café caliente y unas chocolatinas. Los aficionados al vino podéis visitar la única bodega de Maui, los viñedos Tedeschi. En Kaupo Store, de 1920, hacemos otra paradita antes de seguir recorriendo el árido paisaje de la ladera del Haleakala, un auténtico desierto de lava.

Cascadas Seven Sacred Pools
Hacemos el camino circular de media milla (Oheu Gulch) para ver las cascadas Seven Sacred Pools. Reemprendemos la marcha pasando por las cascadas Wailua y el Parque Estatal Waianapanapa, con sus agradables playitas. Llegamos a Hana, donde la carretera mejora. Para reponer fuerzas paramos en unas casetas donde venden productos típicos de la isla. Allí descubrí uno de mis mayores vicios gastronómicos (que aún sigo buscando en los supermercados de mi ciudad). El pastel o pan de banana hawaiano me hizo olvidar al resto de los dulces que conocía hasta ese momento. Rico, rico.

Valle Wailua
Los salvajes saltos de agua de Waikamoi, Puohokamoa y Haipuaene se encuentran el Valle Wailua, uno de los escenarios de la famosa película Parque Jurásico. El mirador ofrece unas vistas impresionantes. Keanae y Makawao es una zona de paniolos (vaqueros).

Y antes de volver al hotel, decidimos intentarlo de nuevo con el Haleakala. Era una de los paisajes más espectaculares de la isla, y no podíamos irnos sin verlo. De hecho, este enorme volcán pesó mucho en la elección de Maui. Iniciábamos de nuevo el ascenso por la inclinada carretera que sirve para que ciclistas y skaters hagan vertiginosos descensos aprovechando la longitud y curvas que ofrece el tramo.
Mar de nubes y puesta de sol en Haleakala

La climatología no había cambiado mucho desde nuestro primer intento. Las nubes parecían encontrarse a gusto bajo las faldas de la montaña. Avanzábamos entre la niebla suplicando al viento que se llevara esa cortina gris que nos impedía disfrutar de aquel maravilloso paisaje. Pero nuestras plegarias no parecían surtir efecto… hasta que, con la esperanza ya casi perdida, nuestros focos se apagaron a los 3000 metros de altitud… la luz se hizo en la cima, y el sol vespertino iluminó los cráteres volcánicos para que pudiéramos disfrutar de un momento mágico. Entonces entendimos porqué la montaña se llamaba Haleakala (Casa del Sol). El astro rey descansaba sobre la cumbre del volcán, dejando bajo nuestros pies un precioso mar de nubes. Con un cráter de 34 kilómetros de circunferencia y 914 metros de profundidad, los 3055 de altitud os requerirán una chaqueta para el frío. Al borde de la caldera se ubica la Ciudad de la Ciencia, desde donde lanzan rayos láser a la Luna, que impactan contra unos prismas colocados por los astronautas en expediciones a nuestro satélite, para hacer estudios.

Volcán Haleakala
Tras disfrutar de una bella puesta de sol, volvemos al hotel, ya de noche, comiendo wraps. Al mediodía siguiente teníamos un vuelo a la Big Island. Con mucha pena dejamos el coche, y esperamos el embarque para Kona…



CHARLES LINDBERG, DE HÉROE A VILLANO



Hay unas pocas personas en el mundo, que, gracias a sus hazañas, son recordadas a lo largo de la historia como héroes de la humanidad. Mucho antes de que Neil Armstrong pisara la Luna, otro introvertido y avezado piloto fue recibido en honor de multitudes cuando culminó una proeza, que hasta entonces, parecía imposible…

Charles Lindbergh
Charles Lindbergh había nacido en Detroit, en el seno de una familia acomodada. Su padre, político, y su madre, profesora, no tenían dificultades para cumplir sus obligaciones económicas. Pero sí para satisfacer las afectivas. El pequeño Charles creció en un entorno en el que jamás recibía abrazos por parte de sus progenitores. Incluso, cuando se convirtió en un hombre famoso en todo el mundo, a petición de los periodistas, su madre se negó a besarle. Tal vez ese carácter retraído y huidizo le empujó a la soledad. No tenía amigos, y por supuesto, su timidez le impedía conocer chicas.

Acróbatas del aire
Pero Lindbergh no buscaba compañía, sino soledad. Y el mejor lugar para encontrarla se hallaba a muchos metros por encima de su cabeza, en el cielo. Con 16 años, su padre abandonó a su madre, y él se convirtió en cabeza de familia. En los años 20, época de la gran depresión, la gente hacía cualquier cosa por sacarse unos dólares. Con los aeroplanos como gran atracción, numerosos valientes y temerarios acróbatas se subían encima del ala de los biplanos, y levantaban el aplauso del numeroso público que observaba, desde tierra, las arriesgadas y emocionantes maniobras del aparato. Entre esos malabaristas del aire se encontraba “El Delgado”. Así apodaban a Lindbergh por su 1.90 m de estatura y sólo 63 kilos de peso. La sensación de peligro, la velocidad y el sentirse libre allí arriba es lo único que hacía feliz a este adolescente, hijo de inmigrantes suecos.

Tras estar un tiempo probando paracaídas, por fin, con 20 años, le llegó su bautismo como piloto. A pesar de que su ilusión era ser ingeniero, convenció a sus padres para que le pagaran unas clases de vuelo, y cuando ya dominaba los mandos de la aeronave, se hizo con un viejo avión de la I Guerra mundial. Intentó seguir con su pasión dentro del ejército, pero pronto le retiraron a la reserva con rango de capitán.

Lindbergh amaba volar, y lo haría donde fuera. Surgió la oportunidad en el servicio de correos aéreo, donde buscaban pilotos ágiles y con experiencia para repartir la correspondencia. Este trabajo resultaría, a la postre, vital para su éxito. Volando día y noche, durante maratonianas jornadas sin descanso, logró la destreza y la veteranía necesarias para afrontar el gran reto que le aguardaba… cruzar el Atlántico en solitario y sin escalas.

Raymond Orteig, un empresario francés que hizo fortuna en Nueva York, ofreció un premio de 25.000 dólares (unos 270. 000 dólares actuales) para aquel que lograra unir la ciudad de los rascacielos y la capital de su Francia natal, con un vuelo sin escalas. De esta forma quería fortalecer los lazos entre los dos países. Algo parecido al efecto que provocó la Estatua de la Libertad. Lindbergh aceptó el reto, y no tardó en ponerse manos a la obra para buscar financiación para su proyecto. Necesitaba dinero para construir un avión capaz de lograr tal hazaña, pero, ¿Dónde encontrarlo?... En San Luis. Había enseñado a volar a muchos hombres poderosos de la ciudad de Misuri, e influyentes banqueros y editores miembros de los masones le proporcionaron todo lo necesario para que el sueño de Lindbergh despegara…
Parte frontal del Espíritu de St.Louis

El Spirit of St Louis comenzó a fabricarse en una antigua conservera de Los Ángeles que todavía olía a pescado. El propio Lindbergh colaboró en el diseño y se mantuvo encima de los mecánicos en cada paso del montaje. Uno de ellos, observando cómo Charles montaba y desmontaba una y otra vez el motor del avión, le preguntó por ese empeño… ¿Por qué eres tan obsesivo? le preguntó… A lo que éste le respondió… Porque no sé nadar.

Ese no era el mayor de sus problemas. El avión, incluso montando el mejor motor que podía llevar, requería de una estructura ligera, que a su vez no podía soportar mucho peso. Casi todo (excepto el depósito de combustible) se recubrió de lona, y los focos se sustituyeron por una sencilla linterna, se prescindió del paracaídas y de la radio, y sólo se llevó una pequeña barca hinchable y un traje para el frío que el propio Lindbergh diseñó. Hasta la comida se racionó. Cinco sándwiches y una botella de agua era todo el alimento del que disponía para todo el trayecto. La mayor parte del espacio se lo comió el combustible, que hizo que incluso la visión frontal del piloto se redujera a mínimos.

Con este panorama encaraba Lindbergh su aventura. La fecha del despegue se había fijado, aprovechando el buen tiempo. Pero la noche anterior, el protagonista de esta epopeya no cerró los ojos en ningún momento, pensando y repasando los últimos detalles del recorrido. Era la hora… el 20 de mayo de 1927 amanecía despejado en el aeropuerto Roosvelt de Long Island. El Ryan Nyp encendía su motor y se deslizaba por la pista de tierra. Aceleraba, pero las ruedas seguían en contacto con el suelo… con pequeños brincos, parecía que el monoplano quería despegar, pero pesaba demasiado… Pasado el punto de no retorno, si no alzaba el vuelo, los postes de luz acabarían con el tan seguido acontecimiento antes de empezar… Pero a sólo 300 metros del final de la pista, el Spirit of St.Louis remontó y cogió altura, virando hacia el Atlántico ante los aplausos de los asistentes.

Torre Eiffel de París
Volaba tan bajo, que casi choca contra el mástil de un barco. Pero un peligro más potente le aguardaba unas millas más adelante. Una inesperada tormenta amenazaba a su frágil avión, que, de verse engullido en ella, difícilmente podría escapar de sus entrañas. Por fortuna logró esquivarla y continuar sobrevolando el océano. La monotonía del paisaje y el cansancio y sueño acumulados, provocaron que se quedara dormido durante unos instantes. Pero éstos tampoco parecían ser los enemigos que impidieran a Lindbergh llegar a París, cosa que hizo 33 horas y media después de salir de Nueva York, ante una muchedumbre jubilosa que celebraba la proeza. El aeropuerto de Le Bourget recibía al nuevo héroe mundial en medio de vítores y alabanzas. Él, cohibido, sonreía tímidamente, y apenas era capaz de dedicar unas pocas frases de agradecimiento. La hazaña le trajo la fama, y la fama le trajo la desgracia…

Su gesta ya era conocida en todo el mundo, y Nueva York le recibió con un gran desfile propio del final de una gran guerra o de un paseo presidencial. Invitado a dar giras por todo el país, incluso Hollywood le abrió las puertas de sus estudios, aunque él lo rechazó. Todo de lo que se había estado escondiendo durante toda su vida, ahora aparecía de golpe para alterar su soledad e intimidad. Las nubes, que tan bien le habían resguardado de las miradas humanas, le lanzaban, como a la lluvia, a los pies de los mortales.

Ser célebre no hacía feliz a Lindbergh. Viajando de un lado para otro, conoció en México a la hija del embajador americano, Anne Morrow. Introvertida como él, no tardaron en sentirse atraídos el uno por el otro, y en contraer matrimonio. Poco después, nacería su primer hijo, al que bautizaron con el mismo nombre que el héroe de América. Charles Lindbergh Jr. dormía plácidamente en su cuna, cuando un hombre, con la ayuda de una escalera, logró colarse por la ventana de la casa de los Lindbergh y llevarse al pequeño de año y medio. La conmoción fue instantánea. La prensa de todo el mundo se hizo eco de la noticia, y los medios americanos seguían los pasos de la investigación minuto a minuto. Incluso Lindbergh, huidizo de la prensa, les proporcionó un video casero donde se veía al niño, por si alguien pudiera reconocerle. La desesperación hizo que pidiera ayuda a la mismísima mafia, que escuchó las súplicas de Charles. Al Capone llegó a ofrecer 10.000 dólares por cualquier pista que pudiera dar con el paradero del bebé. La angustia se acrecentó cuando llegó una nota que pedía 50.000 euros por el rescate. Se entregó el dinero, pero no había rastro del niño. Un mes más tarde aparecería el cuerpo del pequeño en un bosque, descuartizado por las alimañas. El bebé había muerto el mismo día del secuestro, cuando al delincuente se le calló de los brazos al bajar por la escalera. Lindbergh, para evitar que la tumba de su hijo se convirtiera en una atracción turística, esparció sus cenizas sobre el Atlántico.

Océano Atlántico
Y aquí empezó la debacle del gran héroe. Un carpintero, inmigrante alemán, fue acusado del delito, y condenado a la silla eléctrica en un juicio que se prolongó durante un año. Pero ajusticiar al culpable no devolvió la paz a los padres del niño. El asesinato se convirtió en una truculenta forma de sacar dinero de una desgracia familiar. No faltaron oportunistas sin escrúpulos que no tardaron en vender réplicas en miniatura de la escalera que se utilizó en el secuestro, u ofrecer supuestos mechones de pelo del bebé. Este comportamiento enfureció a Lindbergh, que incluso, en un arrebato de desesperación, criticó a esa democracia que no podía detener esas prácticas tan crueles, que sólo un pueblo primitivo, salvaje e inmoral sería capaz de permitir. Con esta declaración de "divorcio" interpuesta ante la sociedad americana, los Lindbergh tuvieron que trasladarse con su otro hijo a Inglaterra. En Kent encontraron cierta calma. Lindbergh, al que habían ofrecido un puesto en lo más alto de la jerarquía militar, eligió una plaza como asesor, con menor responsabilidad. Una de sus funciones era viajar por toda Europa para estudiar y evaluar las fuerzas aéreas de los posibles rivales (y aliados) de Estados Unidos. A diferencia de los franceses, a los que observó algo desorganizados, los alemanes le causaron una grata impresión. Quedó sorprendido por el orden y eficiencia de la estructura militar nazi, que con su despliegue sedujo a su ilustre invitado. Agasajado por el recibimiento de los mandatarios de Hitler, Lindbergh indicó en sus informes que la emergente Alemania no era una amenaza para su país, al que aconsejó vigilar a Stalin antes que al Führer.

Figura de un piloto aliado
La anexión de parte de Checoslovaquia y Austria, y la invasión de Polonia unos años más tarde, puso en evidencia a Lindbergh, que desde un Estados Unidos, aun, viendo la guerra desde la distancia, lanzaba mensajes de precaución ante la toma de armas. Firme defensor del movimiento proteccionista America First, inundó de discursos anti belicistas sus multitudinarios mítines, y lanzó un alegato contra la entrada de Estados en la contienda para ayudar a los europeos que luchaban contra la expansión del III Reich. Muchos compatriotas suyos le siguieron en sus convicciones, pero otros empezaron a sospechar que uno de sus más grandes héroes nacionales bien pudiera ser un espía nazi. Lindbergh acusó a los británicos, a los judíos y al propio presidente Roosvelt, de presionar a su nación para entrometerse en una disputa a la que nadie les había invitado.

Escuadrón de cazas americanos II Guerra Mundial
Pero sí, la invitación acabó llegando (con retraso) a Hawai (curiosamente donde acabó sus días Charles Lindbergh).  Y la trajeron los japoneses el 7 de diciembre de 1941. El día de la infamia como recuerdan los americanos esa fecha, la aviación nipona atacó el puerto de Pearl Harbor en Honolulú, destruyendo parte de la flota americana del Pacífico y acabando con la vida de 2400 personas. Tal vez la osadía de los asiáticos provocó la derrota definitiva del Eje. La reticencia a entrar en guerra por gran parte de los americanos desapareció, y el país entero se volcó en su lucha contra la amenaza. Y, entre esos ciudadanos, había uno especialmente preparado para la batalla… Charles Lindbergh, que volvió a coger los mandos de un caza, y se empleó a fondo para derribar un gran número de aviones japoneses. Aunque no batalló contra los alemanes, demostró un gran compromiso en el escenario del Pacífico, luchando valientemente contra el imperio del sol naciente.

Iglesia Ho´omau, Hana. Tumba de Lindbergh 
Después de la guerra, Lindbergh siguió trabajando para el gobierno americano, y en los últimos años de su vida se dedicó a defender causas medioambientales. Acabó sus días en la hermosa isla hawaiana de Maui, donde su cuerpo descansa en paz y lejos de multitudes como él quería, en la tranquila y solitaria iglesia de Ho´omau. Afectado de un linfoma, murió en 1974, a la edad de 72 años. Pero este carismático personaje nos dejó otra curiosa historia que se conoció con el paso del tiempo… Charles Lindbergh, aprovechando sus largas estancias en Europa, no desperdició la coartada que le proporcionaba su trabajo para formar… ¡¡otras tres familias en secreto!! Tuvo dos hijos con su secretaria, otros tres con una amiga de esta secretaria y dos más con la hermana de ésta.

Como legado, entre las muchas cosas que logró, nos dejó también un Premio Pulitzer en 1954, que le fue otorgado por el relato de su hazaña transoceánica que narró en El espíritu de Saint Louis.

El Spirit of St.Louis en el Museo Nacional del Aire y el Espacio en Washington D.C

No hay duda de que nos enfrentamos a un hombre polémico, al que acusaron de racista y nazi, pero que al mismo tiempo (ya de mayor) defendió la supervivencia de ciertas tribus africanas y filipinas. Un hombre atormentado, que no superó la pérdida de su hijo, y que no se aclimató a la fama. Un hombre que sólo deseaba volar como un águila (uno de sus apodos), y vivir en el aire, lejos de todo y de todos…


Como anécdota, el famoso aviador tuvo que realizar un amerizaje de emergencia en la localidad cántabra de Santoña en noviembre de 1933 a causa de las malas condiciones climatológicas. En compañía de su mujer, salió del lago Constanza, que comparten Suiza y Alemania, con la intención de llegar a Lisboa en una de sus etapas de la vuelta al mundo. Pero su hidroavión, ante el asombro y alegría de los lugareños, se mantuvo varado en la bahía del pueblo cántabro durante dos días, hasta que el tiempo mejoró y pudo reemprender la marcha. Muy bien acogido, Lindbergh mandó una carta de agradecimiento al alcalde de la localidad por el buen trato recibido. Tal vez tengáis algún antepasado por aquellos lares que haya conocido en persona al mismísimo Charles Lindbergh.